Amargo y habitual despertar para eurofans patrios
Edurne vio amanecer en Viena ayer con la seguridad del trabajo bien hecho y la tranquilidad que en Europa la vida (musical) sigue igual. Los bloques se siguen votando entre sí y no hay manera de traerse el festival a casa, gracias a Dios, sólo nos faltaba ese gasto y otra campaña del “café con leche en la plaza Mayor”. Lo mejor, creemos, es hacer como los de Chipre, que en un alarde de austeridad llevaron sólo a un señor, John Karayiannis, con el traje de los domingos, cantó One thing should have done, y se fue detrás de Edurne: mínima inversión y positivo saldo en la cuenta de resultados. Por lo demás Viena ha sido un escenario más pobre, por llamarlo de alguna manera, que el del año anterior en Copenhague. Y es que el escenario a la italiana limita efectismos (sólo permitidos a Calixto Bieito, pero no era el caso). Ese gran ojo a lo Gran Hermano al fondo de la escena dejaba paso, incansablemente, a planos cenitales allí donde el efecto Busby Berkeley era apropiado para alguna locura, como en la canción inglesa, cursi repollo fosforito donde los haya, o en el tema de Letonia con el bordado mágico en contraste a una estética Juego de tronos y el modelo sirena de la cantante, Aminata, que entonó Love injected sin menear una pestaña de apretada que iba. Para no ser infiel a los eurofans, hubo rubias con ventilador, baladas blandas y fondos de armario que se parecían a tantos otros, incluido el tema sueco vencedor, que es casi un calco de Lovers in the sun, de David Guetta. Mensaje social (Rumanía, Georgia), y hasta una reproducción a escala adolescente de los Tres Tenores pasados por el colador de Il Divo: Il Volo con sus pelillos en la barba y todo, pero bue-
nas voces. Y de Edurne, qué decir; estuvo espléndida y bellísima. Sólo tendrá que preguntar por qué censuraron el primer plano del tema, donde aparece en el suelo con el bailarín, torso desnudo, sobre el regazo y que, con manto por la cabeza, era un remedo de La Pietá. Lo vimos en el último ensayo, pero desapareció de la realización final, un trabajo rutinario en el que sólo se dedicaron a cuadrar los dibujos animados del sueco vencedor. Allí lo hicieron bien. Pero no se puede pedir nada más a un panorama tan ecléctico donde lo más femenino era un hombre con barba que voló sobre los espectadores. Y no era Santa Claus, porque dijo llamarse Conchita, pero tampoco era su nombre porque sus amigos le llaman Thomas.