¿Más plurales que nunca?
Quizás recuerden el episodio que Lewis Carroll explica en su libro A través del espejo. La reina Blanca pregunta a Alicia en el país de las maravillas: “¿Cuánto hacen uno y uno y uno y uno y uno y uno y uno y uno y uno y uno?”. Agobiada por la enumeración, la chica apenas consigue balbucear: “No lo sé, he perdido la cuenta”. Pues eso: la pluralidad, que es reconocida como un valor por todos, es asumible, o incluso deseable, mientras no sea excesivamente plural. En realidad, es muy fácil llenarse la boca de genéricos bienintencionados. En abstracto, sería fácil que todos estuviéramos de acuerdo. ¿Quién puede oponerse, por principio, al pluralismo?
Y sin embargo, cuando emerge el carácter plural de las opciones políticas, manifestando la diversidad de posicionamientos ideológicos, a veces heterogéneos, que lo caracteriza, parece que casi todo el mundo se estremece y retrocede. ¿Pluralismo? Sí, claro está, ma non troppo. Hemos oído estos días la amenaza de ingobernabilidad que afectaría a los gobiernos locales si, al final, este pluralismo acabara teniendo en las urnas el reflejo que anuncian las encuestas. Quizá sólo por este tipo de alergia instintiva, que tiende a considerar el pluralismo como una anomalía, puede explicarse la incomprensible reacción de muchos ante la emergencia de nuevos agentes políticos que, previsiblemente, alterarán la configuración de los consistorios municipales que ayer votamos. Pero ¿eso es malo per se? Si el pluralismo es la esencia del sistema democrático, no parece de recibo incomo- darse ante la emergencia de una pluralidad más plural que aquella a la que nos habíamos acostumbrado, ni siquiera por la posibilidad, como parece el caso, de que esta pluralidad acabe manifestando una heterogeneidad de posicionamientos que no será sino expresión y reflejo de las tensiones y antagonismos que, en muchos lugares, atraviesa el cuerpo social.
Independientemente de los resultados que cada formación haya obtenido en las elecciones de ayer, e independientemente, claro, de la valoración que cada uno haga de cada opción concreta, no hay que afinar demasiado el análisis para reconocer que estas elecciones dejan detrás una mutación de la cual sólo el tiempo acabará por medir el alcance. Me refiero a la emergencia de estos nuevos agentes que previsiblemente acaben provocando, en muchos ayuntamientos, una fragmentación superior a la que hasta ahora era habitual.
La aparición de este fenómeno tiene, como es fácil de adivinar, varias causas. En primer lugar, sin duda, el deterioro de la calidad democrática del sistema, visible en todos los frentes, y simultáneo de un más que generalizado descrédito de las formas representativas tradicionales. Durante demasiado tiempo, la vida política se ha reducido a las elecciones, con una actitud generalizada que dejaba, por una extraña e incomprensible transferencia, en manos de los representantes políticos, el protagonismo casi exclusivo del “hacer política”. Pero los problemas de esta actitud, en el fondo muy negligente, están, a estas alturas, suficientemente a la vista, sólo hace falta abrir los diarios cada mañana. Cuando una sociedad delega su responsabilidad de control y vigilancia de la calidad, iniciativas y acciones de sus instituciones, inhibiéndose de evaluar continuamente aquello que sus delegados hacen a cada momento y en cada ámbito de la vida pública, lo más fácil, como en realidad ha pasado, es que, al final del proceso, que podría medirse por una legislatura, acabe no reconociendo, en el espejo, la imagen que esta sociedad ha generado de sí misma. Cuando la ciudadanía se da cuenta de ello, la sospecha del mal uso del voto delegado acaba afectando, a veces injustamente, a todos los partidos que, de manera directa o indirecta, han sido responsables de esta imagen deforme que “la política” acaba retornando a través del espejo. Y entonces, inevitablemente, llega el momento en que la propia ciudadanía ge- nera anticuerpos. En estas elecciones, dos son, fundamentalmente, los anticuerpos que han emergido con la fuerza de una novedad significativa, que haríamos bien en prestar la atención que merece.
Por una parte, la irrupción decidida de algunas formaciones, antes diríamos que “alternativas”, que basan su posicionamiento en un antagonismo explícito al sistema, tal como se ha venido caracterizando y desarrollando hasta ahora: son aquellas opciones políticas que plantean una
Estas elecciones dejan detrás una mutación de la cual sólo el tiempo acabará por medir el alcance
impugnación de los fundamentos del propio sistema, considerados genéricamente, hasta ahora, como intocables e indiscutibles. Por otra parte, en el caso de Catalunya, la emergencia de una muy extendida, y parece que mayoritaria, conciencia de que el modelo estatutario, ni que sea con eventuales reformas, ya es una vía muerta. El entrecruzamiento de estos dos factores, ilustrativos de un pluralismo significativamente superior al que estaba en juego en elecciones anteriores, ha provocado, en muchos casos, desconcierto e incluso incomprensión. Es una prueba ilustrativa la pregunta que un analista tan ecuánime como Rafael Nadal ha lanzado, en los debates de RAC1 y 8tv, esta última semana: “Pero, aquí, ¿qué es lo que se vota?”.
A estas alturas, cuando escribo este artículo, antes de conocer los resultados de las elecciones, nadie está en condiciones de medir ni de prever el alcance de las mutaciones que las urnas acabarán de hacer visible y manifiesto. Pero aquellos dos fenómenos, los dos, pese a quien pese, con independencia del resultado que obtengan, han llegado para quedarse.