Furor de mono
La pérdida de poder sube la temperatura del espectáculo; parece entroncar con alguna emoción primitiva que hace hervir la sangre. Es posible que excite al chimpancé que llevamos dentro. Ese mono del que nos hablaba aquel libro de Frans de Waal. Tal vez el gran simio interior se acuerda de los días difíciles en que perdía el dominio de un territorio en alguna selva, y se siente herido en lo más profundo. Se revuelve agitado y quiere rasgar la camisa, hacer saltar los botones, estrangular con su propia corbata el cuello del hombre educado que lucha por contenerlo. Por disimularlo. Lo hemos visto estos días por televisión. Detrás de las palabras de algunos de los perdedores de poder, pueden entreoírse rugidos lejanos que ponen los pelos de punta. A veces se escuchan también a través de sus propias risas, y eso es aún más terrorífico. El animal está ahí. Se vislumbra una mayor salivación a través de las dentaduras perfectas, un aumento de palpitaciones debajo del traje impoluto, se diría que hasta crecimientos repentinos de uñas en las manos más delicadas. Disculpe, señor, ¿qué le pasa en los dedos?
A algunos periodistas no les basta con entrever el chimpancé medio disimulado por el hombre. Parece que quieren ver salir a la bestia en su apogeo más terrorífico y, temerarios, meten el dedo en la llaga. No me negará que han perdido ustedes casi todo el poder territorial, les dicen, provocativos, incautos. Pero el político, aún traicionado por la negrura salvaje de su fondo de ojo, trata de disfrazar su fracaso a través de la frondosidad del lenguaje. Nos preguntamos si esta obcecación rocambolesca por intentar hacer pasar derrotas por victorias está impulsada por recomendaciones de algún manual de estrategia política, de tinte deportivo. Pero resulta difícil que alguien pueda creer en el éxito de una táctica tan poco verosímil. Ni siquiera cuando es real, la exhibición de fortaleza es atractiva.
Muchos actores, por ejemplo, preferimos interpretar personajes perdedores. Un buen fracasado te puede dar muchas alegrías. No sólo por la riqueza de sus emociones contradictorias. También porque notamos en carne propia que pueden provocar la empatía, simpatía y generosidad de los espectadores. ¿No sería más efectivo –y de paso relajante– también para los políticos, aceptar sin reparos el papel del perdedor, cuando además la realidad se lo impone? Sería reconfortante ver a un político perdedor diciendo la verdad desde su escenario: está bien, estoy haciendo el ridículo, lo reconozco, nuestro resultado ha sido un desastre; lo estoy pasando fatal y creo que me siento hasta mareado. ¿Es táctica elaborada o antiguo furor simiesco lo que les impide verbalizar su fracaso? Al fin y al cabo, lo de los actores, al ser sólo imaginario, facilita tener atado corto al mono.
Detrás de las palabras de algunos de los perdedores de poder, pueden entreoírse rugidos lejanos que ponen los pelos de punta