Dagoll Dagom en biberón
Joan Lluís Bozzo firma
Memòries trobades en una furgoneta, obra biográfica donde narra los primeros pasos dados por la longeva compañía teatral, a la que accedió de la mano de Anna Rosa Cisquella.
Fueron centenares de miles de kilómetros en Mercedes. Pero no en un coche de lujo, sino en una vieja y colorista furgoneta que sirvió a los jovencísimos integrantes de la compañía Dagoll Dagom para recorrer una España muy diferente de la actual, en la que “todo estaba por hacer y todo parecía posible”. Y a veces lo era: Joan Lluís Bozzo recuerda en sus Memòries trobades en una furgoneta (Editorial Empúries), un suculento libro en el que revive los primeros, precarios y emocionantes años de la compañía que dirige, cómo al final de la función de No hablaré en clase en la sala Cadarso de Madrid Anna Rosa Cisquella –que sigue liderando Dagoll Dagom junto a él y Miquel Periel– salió a pedir al público habitaciones para que la compañía pudiera dormir. Y la gente se las ofreció.
Las compañías de teatro independiente en aquel 1977 actuaban en polideportivos, pistas de discoteca, aulas de colegio mayor, campos de fútbol y, a veces, teatros. En los que se vivían aquellos tiempos convulsos: el 20 de noviembre de 1977 atravesó una de las ventanas de la sala Cadarso un cóctel molotov mientras se representaba la poética denuncia del sistema educativo franquista que era No hablaré en clase. Por fortuna, el fuego no se extendió, recuerda Bozzo, que pese a no formar parte inicialmente de Dagoll Dagom acabaría dirigiendo la compañía que fundó Joan Ollé.
Precisamente, la primera escena del libro transcurre en el Auditori de Palma en julio de 1977, cuando pese al éxito de No hablaré la compañía parece a punto de deshacerse y de los actores del montaje inicial sólo Pepe Rubianes y Josep Parramon parecen dispuestos a continuar. Ollé –que nombró a la compa- ñía como llamaba de niño a los utensilios escolares– quiere ir en solitario y le entrega la libreta de la contabilidad y 11.240 pesetas a Miquel Periel, que ha sustituido a José Luis Arrèbola en el montaje. Bozzo entraría más tarde, propuesto por Anna Rosa Cisquella, de la que era novio, en sustitución de Parramon, que tenía que hacer la mili en Jaca.
Esos jóvenes continuarían el proyecto con gran éxito en toda España –que en la Transición era muy procatalana, dice Bozzo, pero que luego empezó a decir “’qué pesados con eso del catalán, por qué no hablamos en castellano, que nos entendemos’ y se ha ido creando una distancia grande”–, con obras como Antaviana, Nit de Sant Joan y Glups!, tras cuya representación en Buenos Aires en 1985 hubo un cambio trascendental en la compañía con el que acaba el libro: no sólo dejan ya la furgoneta, sino que Bozzo y Cisquella dejan de actuar. Él para dirigir la compañía –“nos habíamos especializado en teatro musical y yo cantaba muy mal” y Cisquella para
Bozzo recuerda con emoción a su amigo del alma Pepe Rubianes y lanza dardos contra Albert Boadella
gestionarla. Tras eso llegarán el Mikado, Mar i Cel o Flor de Nit, pero ya en el próximo libro de Bozzo.
Por lo pronto, en éste rinde un homenaje a Pepe Rubianes, “mi amigo del alma, al que recuerdo a diario”, evoca las cuitas de la época entre anarquistas y psuqueros en el mundo del teatro y lanza algunos dardos, sobre todo a Albert Boadella, “que era un referente para nosotros, lo reconocíamos como el maestro, y ha tenido una deriva impresentable, envuelto en la bandera española y en la parte ultraderecha del PP”. Y reflexiona sobre la etiqueta de teatro comercial que, con voluntad provocadora, como acto de modernidad, pusieron a lo que hacían. “No fue bien recibida y nos hizo mucho daño”, reconoce, explicando que su voluntad era la de hacer un teatro popular que llegara al máximo de gente. Lo han logrado.