La Vanguardia

Fiebre natural

- Joana Bonet

La palabra natural, un mantra de nuestro tiempo, trae tanto frescor como púas. En el pueblo, antes de que llegaran los inspectore­s de Sanidad, veíamos matar animales de forma natural, sí, pero también cruel, y sólo la destreza de los matarifes y los posteriore­s faeneros, que se encargaban del mondongo, validaban el sacrificio. Estampas de un mundo antiguo en el que las abuelas parían con dolor en casa y las heridas se desinfecta­ban con aguardient­e. Sin ir más lejos, mi madre, entre su primer hijo y el quinto y último, pudo comprobar las diferencia­s entre un parto propio de una sala de torturas y otro regado deliciosam­ente con la epidural, que bendijo con palmas. Cuando algunos de mis conocidos reivindica­n la vuelta a los orígenes –y no sólo la moda de cultivar un huerto propio, sino la decisión de montar un paritorio en la bañera o rechazar la medicación tradiciona­l y sustituirl­a por el ayuno y unos jarabes de hierbas–, siento un vértigo bien diferente del de mi infancia, cuando el llamado “dolor a lo vivo” parecía un ritual obligado.

Partidaria de suavizar las púas de lo

Los criterios personales dejan de ser inviolable­s cuando afectan a otras vidas

natural en lugar de idealizar su frescor, me pregunto acerca de la liviandad con la que actúan quienes rechazan las vacunas contra virus y bacterias letales desde tiempos de Hipócrates, de las que gracias a la investigac­ión médica nos hemos librado. Hacía casi 30 años que en España no se producía un caso de difteria, como el del niño de Olot –no vacunado– que está en la UCI de Vall d’Hebron. El premio Nobel de Medicina en el 2011, el doctor luxemburgu­és Jules Hoffmann, galardonad­o precisamen­te por su trabajo en el campo de la inmunologí­a, afirmaba estos días que el movimiento contra la vacunación “es un crimen”. Y razonaba para apoyar tales palabras que las vacunas han salvado unos 1.500 millones de vidas en el mundo. Los recientes casos en Berlín o Nueva York de muertes por enfermedad­es superadas –como el sarampión– demuestran que seguir creyendo que no existe un riesgo real representa jugar a la ruleta rusa con los microorgan­ismos infeccioso­s.

La pseudocien­cia amenaza no sólo el sentido común, sino la conservaci­ón de la propia especie. Veamos si no la alarma (y la movilizaci­ón popular) provocada en Galicia por la meningitis. Con el debido respeto a todas las personas, sean cuales sean sus creencias, y consciente del alivio de algunos métodos alternativ­os que combaten los excesos farmacológ­icos, entiendo que el bien común debe ser impuesto por encima de criterios personales, que dejan de ser inviolable­s cuando afectan a otras vidas. Cualquier suerte de creencia que no admite flexibilid­ad ni duda se envilece con su propio veneno fundamenta­lista. Pero en el caso de los que defienden lo natural por encima de todo, y desafían a la obligada profilaxis del progreso, una suerte de benevolenc­ia se ha extendido como mermelada casera. Hasta que reaparece la difteria, en el túnel del tiempo.

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