Vacunas contra la ignorancia
Cualquier proceso de modernización genera anticuerpos y una pulsión regresiva. No hay avances, en términos de progreso, sin la tentación de dar marcha atrás. Por eso, a partir de la Ilustración del siglo XVIII, se generaliza una cierta opinión, en favor de un retorno a la naturaleza, que se ampara en la atribución al estado natural de los beneficios de un estado idílico y que considera la vida civilizada como el origen de todos los males.
Sin embargo, la vida civilizada siempre se había pensado, precisamente, como una salida de la naturaleza y como una ruptura con la vida salvaje y animal. Así pasa, por ejemplo, en el Poema de Gilgamesh, forjado en el contexto oral de la cultura mesopotámica hace cinco mil años. El poema explica cómo el rey de Uruk envió la hieródula Shámkhat a Enkidu, el hombre salvaje que vivía con los animales, a fin de que el contacto con la humanidad lo alejara del estado salvaje. Y efectivamente, después de que Enkidu yació con Shámkhat, “las gacelas huyeron de él y la manada de la estepa se alejó de su cuerpo”.
Encontramos formulaciones análogas a muchas otras culturas: el proceso de civilización supone una ruptura, en parte violenta, con el estado de naturaleza y la vida animal. Cualquier imaginario de marcha atrás es un ejercicio de nostalgia estéril.
A partir de la Ilustración, dos ámbitos singularizan la entrada de la civilización en el mundo moderno: la educación y la salud pública. Y en ambos coinciden una cierta violencia institucional y beneficios colectivos evidentes. La extensión universal de la educación no es una apuesta bienintencionada y optativa de los estados, sino una obligación con su ciudadanía, incluso en contra de la voluntad de algunos de quedarse al margen. Del mismo modo, la salud pública es también un deber de los estados con la ciudadanía más allá incluso de la voluntad individual de algunos de aceptarla o discrepar.
Viene todo eso a cuento de la reciente polémica en torno a las vacunas. Una polémica, por otra parte, desigual y, por lo tanto, equívoca, por no decir falsa, pues no se trata de una disputa científica entre dos posiciones equiparables: la literatura médica especializada suma toneladas de bibliografía que demuestra, de manera inequívoca, la necesidad de la vacunación y sus beneficios indiscutibles sobre la salud pública. En la posición contraria, una amalgama difusa, a partir de casos estadísticamente irrelevantes, mezcla de prejuicios, sin base científica, que han sido y son desmentidos reiteradamente por los hechos objetivamente verificables. Sólo el equívoco pseudodemocrático que imagina que todas las opiniones son igualmente legítimas (incluso la que postula el creacionismo en contra de todas las evidencias evolutivas) puede avalar un posible debate entre posicionamientos científicos, empíricos y verificables, y opiniones oscurantistas alimentadas por prejuicios indemostrables y una base estadística insolvente.
Ante una cierta preocupación, como la que estos días vivimos en torno a las vacunas, generada sobre todo por el crédito me- diático otorgado a ciertas voces y por la extensión generalizada de algunos prejuicios regresivos y fundamentalistas, hay que distinguir muy bien entre voces autorizadas y opiniones indocumentadas al margen de los consensos unánimes entre la comunidad científica. El doctor Antoni Trilla, del servicio de medicina preventiva y epidemiología del hospital Clínic, una de las autoridades indiscutibles en esta materia, ha recordado recientemente, que las “vacu- nas, junto con otras medidas de prevención y control en salud pública, han sido y son las responsables de que miles de millones de personas disfruten de una salud mejor y que se esté realmente cerca de controlar efectivamente la polio o el sarampión, por ejemplo. Las ganancias en salud, medidas como mortalidad evitada y, especialmente, como reducción de los años de vida potencial perdidos, junto con su coste, hacen que, de largo, la vacunación sea siempre una medida con un índice excelente de coste-efectividad”.
Frente a esta actitud, que cuenta con el apoyo contrastado y unánime de la comunidad científica, sólo se puede oponer un cóctel pernicioso de oscurantismo, prejuicios y foros participativos en las redes completamente indocumentados. Y, por supuesto, una actitud injustificadamente egoísta que se beneficia de la erradicación de ciertas enfermedades sin asumir que fácilmente pueden reaparecer si se interrumpe la vacunación, ya que los agentes infecciosos siguen circulando. Por otra parte, los beneficios de la vacunación sólo pueden ser realmente eficaces si se generalizan a toda la población, cosa que permite pensar, como ha señalado al doctor Trilla, que “vacunar es también un acto de solidaridad con la salud de toda la sociedad”. No tenemos opción: no hay marcha atrás.
Los beneficios de la vacunación sólo pueden ser realmente eficaces si se generalizan a toda la población