La Vanguardia

Las calendas griegas

- Daniel Fernández

Hace ya bastantes años que, en una mañana en clase de latín, me topé con un verso de la Eneida de Virgilio: “Timeo danaos et dona ferentes”, o séase, “Temo a los griegos incluso si traen regalos”. La frase la dice el troyano Laocoonte al ver por primera vez el caballo de madera que será la perdición definitiva de la ciudad. Por supuesto, mi profesor de latín la citaba por aquello del uso excepciona­l de un et no copulativo (síncopa de etiam en este caso; hay lecciones que se quedan de por vida), pero también me dejó claro que, por mucho que los admirasen, los romanos no dejaban de albergar serias dudas y su buena dosis de xenofobia y desconfian­za con respecto a los griegos.

Suetonio, en su Vidas de los doce césares, cuenta que Augusto solía referirse a las calendas griegas para indicar que alguna deuda jamás sería cobrada. Ad calendas graecas era la expresión romana para dar un plazo que nunca iba a llegar. Los romanos contaban sus meses, lunares, a partir del primer día, la luna nueva, la calenda del mes. Los griegos no tenían calendas, así que dejar algo para las calendas griegas era saber que nunca iba a llegar ese momento. Y todavía se entiende más la frase cuando se toma conscienci­a de que durante la calenda, en ese primer día del mes romano, se satisfacía­n y pagaban las deudas. De hecho, el calendariu­m era originaria­mente un libro de contabilid­ad, y no el calendario que ha acabado significan­do para nosotros. Y era durante la calenda que el cobrador llamaba a la puerta de los romanos y reclamaba a gritos el pago de las diversas deudas.

Podríamos dar muchos más ejemplos, pero basten estas muestras para entender que los romanos, conquistad­ores de la vieja civilizaci­ón griega, tachaban a menudo a los griegos de perezosos y malos pagadores. Y eso que, permítanme ser políticame­nte incorrecto, los turcos todavía no habían pasado por la península helénica. Aho- ra hay que escuchar cómo reivindica uno la Grecia clásica y la cuna de Europa y algún político o ejecutivo le replica que eso fue hace muchos años y que estos griegos son más turcos que otra cosa.

La xenofobia y el enfrentami­ento vuelven a ser la fruta del tiempo europea. Neonaciona­lismo y desprecio del diferente. A veces parecería que ya vuelve Europa por donde solía. Sobre todo si debemos asistir a estos regateos actuales donde los ciudadanos son siempre un telón de fondo lejano y mudo, sin que se hable de una vez de armonizaci­ón fiscal real y de convergenc­ia política y entrega de soberanía. Europa, su construcci­ón definitiva, parece que queda para las calendas griegas. Y el cobro de la deuda reviste tintes de pelea de barra de bar, con mucho postureo y poco diálogo y menos pacto. Y sin embargo, la historia parecería demostrarn­os que los griegos, aunque no puedan pagar jamás sus deudas y por más trampas contables que hayan hecho, siguen siendo necesarios para la identidad y el sentido de un continente que se quiere unido. Porque parece que el otro vicio nefando atribuido a los griegos es, al menos metafórica­mente, al que ahora se aplican como método de negociació­n nuestros líderes europeos.

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