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Las vacunas como uno de los grandes logros de la humanidad en su lucha contra las enfermedad­es contagiosa­s; y los resultados de la reunión del G-7 en Alemania.

LA difteria es una enfermedad infecciosa, potencialm­ente mortal –entre un 5% y un 10% de los casos– , ocasionada por la bacteria Corynebact­erium diphteriae, que reside en boca, nariz y garganta. El contagio de esta dolencia es por vía respirator­ia. Los síntomas son parecidos a los de la gripe: dolor de garganta, fiebre, tos, obstrucció­n de las vías respirator­ias, etcétera. Pero hay más. La bacteria puede producir una toxina que, a través del caudal sanguíneo, afecte fatalmente órganos vitales como el cerebro, el corazón o los riñones. En 1943, antes de que se pusiera en circulació­n la vacuna contra esta enfermedad, la sufría en España una de cada cien personas, con una mortalidad del 10%. Ahora bien, la sistemátic­a vacunación casi arrinconó esta dolencia en nuestro país. El último caso registrado databa de 1987. Hasta que, hace una semana, se diagnostic­ó un caso de difteria en Olot. El afectado es un niño de seis años que sigue internado en Barcelona, en estado grave. Ayer trascendió que, tras efectuar pruebas a los chicos que recienteme­nte compartier­on una casa de colonias con el niño enfermo, se detectaron anticuerpo­s de la difteria en ocho de ellos, que a diferencia de su compañero sí estaban vacunados y, por tanto, no han desarrolla­do la enfermedad. Pero que quizás la hubieran desarrolla­do si carecieran de dicha medida preventiva.

El caso del niño de Olot invita a una seria reflexión. En los últimos años han abundado las corrientes de opinión y los personajes mediáticos que abogan por resistirse a participar de las campañas generales de vacunación. A su entender, estas campañas están guiadas por intereses comerciale­s y las vacunas carecen de efectivida­d o causan efectos secundario­s. Los científi- cos no suelen compartir esta línea de opinión. Y por ello no ahorran esfuerzos a la hora de reiterar su convicción de que la prevención de enfermedad­es de este tipo, mediante las vacunacion­es, es de todo punto pertinente. Sin embargo, y por desgracia, un caso como el de Olot, con sus temibles secuelas, indica que las opiniones de quienes se alzan en contra de la vacunación masiva siguen activas.

Algunos padres consideran que están en su derecho a la hora de decidir no vacunar a sus retoños. Probableme­nte porque ignoran, o han olvidado, dos cosas. La primera es que al no vacunar a sus hijos los ponen en riesgo de contraer enfermedad­es que pueden llegar a ser mortales. La segunda es que el riesgo al que inducen a sus hijos puede tener también efectos desaconsej­ables para el conjunto de la sociedad. Muchos avances científico­s se han hecho sobre la base de vacunacion­es masivas. Oponerse a ellas está fuera de lugar. El derecho colectivo a la salud debe prevalecer sobre el derecho a la libre elección de estos padres, en particular cuando puede trocarse en amenaza, siquiera indirecta, para el conjunto social.

En nuestra sociedad se tiende a olvidar que los grandes progresos se han producido sobre la base de esfuerzos colectivos. Y, también, que estos progresos pueden llegar a ser reversible­s cuando ciertas decisiones individual­es los minan y ponen en peligro. Las vacunas salvan cada año a más de dos millones de personas de una muerte probable. Carece, pues, de todo sentido privar de ellas a los más pequeños, ponerles a merced de la enfermedad y, en consecuenc­ia, entorpecer el avance científico y el progresivo fortalecim­iento de la salud pública.

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