Devolver el poder al ciudadano
Durante las últimas décadas, nuestra relación con la política tenía la eficacia como premisa. A un gobierno, fuera del nivel que fuera, se le exigía sobre todo eficiencia. En los ayuntamientos eso se traducía en obras públicas y servicios accesibles para todos los vecinos. Y a los gobernantes se les elegía por un mandato que se podía renovar o no en función del grado de satisfacción ciudadana. Así se han dirigido las instituciones. Pero ahora, además, se reclama de los políticos un comportamiento ético y una mayor capacidad para escuchar, dos aptitudes que se miden de forma subjetiva, que tienen que ver más con una conexión emocional que racional.
Los códigos éticos han proliferado entre viejos y nuevos partidos en un intento de dar garantías de ese cambio de comportamiento que piden los votantes. Ya no se trata de elegir al más eficaz, sino de distinguir a los buenos de los malos, a los que se portan bien de los que se dejan seducir por prebendas, a los austeros de los derrochadores. Los políticos ahora no sólo deben preocuparse de los que menos tienen, sino que su forma de vida ha de ser lo más sobria posible, ya que su labor consiste en dar ejemplo. De ahí han surgido los casos de Colau o de las dos monjas, Caram y Forca-des, metidas en faenas mitineras.
Ese nuevo paradigma es el que ha hecho perder a Trias las elecciones en Barcelona, está alterando el mapa político en toda España y del que no escapará Catalunya si las elecciones son el 27 de septiembre. Porque en Catalunya ese fenómeno que empezó antes ya cuenta con varios partidos dispuestos a recibir los frutos, desde Podemos pasando por Ciutadans, la CUP o Procés Constituent. Convergència ha intentado sortear el desastre con la apuesta independentista para hacer olvidar con ese nuevo emblema las rémoras del pasado, pero la competencia en el bando de la regeneración y la ruptura es brutal.
Mientras continúa la disputa entre derecha e izquierda y la del independentismo frente a unionismo, irrumpe el eje de la regeneración entendida como el retorno del poder al ciudadano. Es el triunfo de la democracia deliberativa para complementar las carencias del sistema representativo vigente. Los nuevos movimientos políticos –sean de izquierda o de centro– venden la formación de una voluntad común a partir del intercambio de propuestas con los ciudadanos.
El procedimiento es apasionante, pero más complejo y seguramente menos eficaz. Precisa de una condición muy difícil: que muchos ciudadanos estén dispuestos a dar una parte de su tiempo en favor del bien común. De lo contrario, el sistema acaba manipulado por unos pocos. Y, encima, está más expuesto a disputas internas a medio plazo. Pero ése es ahora el eje que marca la hegemonía política. Y parece que va a seguir siéndolo de aquí al 27-S.