La Vanguardia

Evolución de los pactos laborales

- Quim Monzó

Walmart es una cadena de origen norteameri­cano que vende todo tipo de productos: desde maquinilla­s para afeitarse hasta sillas, desde golosinas hasta ordenadore­s, zapatos o productos farmacéuti­cos. Dicen los que saben que es la mayor del mundo, la que tiene más empleados y la que más beneficios consigue cada año. Aquí no la tenemos, pero todo llegará, supongo. Ya está en Canadá, México, Argentina, Gran Bretaña, Costa Rica, Nicaragua, Guatemala, Brasil, Puerto Rico, Honduras, El Salvador, China y Japón. En algunos de estos países lo hace bajo otro nombre. En total sus empleados en el mundo son dos millones doscientos mil, de los que un millón tresciento­s mil están en Estados Unidos.

Como es comprensib­le, las relaciones con tantos trabajador­es no son siempre buenas. Se quejan de las condicione­s laborales, de los sueldos, y a menudo montan huelgas. De forma que la empresa ha decidido poner remedio. A principios de año anunciaron la primera medida: subir los sueldos mínimos. Sólo hay que echar un vistazo al mundo que nos rodea para ver que la precarieda­d

No es agradable oír a lo largo de toda la jornada laboral un bucle con las mismas canciones, siempre

laboral ha llegado a tal punto que el mileurismo es a menudo un sueño inalcanzab­le para muchos. Ya pueden ustedes imaginar que allí no deben de estar mucho mejor. Por eso, en cuanto encuentran un trabajo algo menos miserable, los empleados de Walmart se largan. La segunda medida es hacer más laxo el código de vestimenta. De ahora en adelante podrán vestir tejanos negros o caquis, y a los trabajador­es que hagan un trabajo de carácter físico (cargar y descargar, supongo) les permitirán que sean azules. Hasta ahora tenían prohibidos todo tipo de tejanos. La tercera medida es que cada tienda tendrá el control de sus termostato­s y podrá decidir la temperatur­a que le interesa, sin que les venga impuesta desde la central. La cuarta medida –la que más me emociona– es que dejarán de obligar a los empleados a oír (una vez y otra, y otra, a lo largo de toda la jornada laboral) canciones de Céline Dion y Justin Bieber, en un bucle infinito, como hasta ahora. Imagínense My heart will go on en modo repeat play: para tirarse de lo alto del Titanic antes de que choque con el iceberg.

Basta haber estado un rato en algún bar donde tengan puesta Cadena 100 a toda pastilla, o haber entrado alguna vez en el Bershka, con esa música que gastan (y que sólo tiene de bueno que algunas clientas se ponen a bailar). O en algunos súpers. Basta haber estado en alguno de estos lugares para imaginar qué debe significar trabajar toda una jornada, ¡cada día!, con el mismo bucle de Bieber y Dion. Aunque, para mí, ningún bucle supera el del geriátrico donde mis padres pasaron sus últimos años. Paseabas por las salas donde todos pasaban las horas medio catatónico­s, muchos de ellos en sillas de ruedas, y por los altavoces sonaba: “Dale a tu cuerpo alegría, Macarena, / que tu cuerpo es pa’ darle alegría y cosa buena, / dale a tu cuerpo alegría, Macarena / hey, Macarena. ¡Aaaay!”.

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