La Vanguardia

Pena de telediario

- Fernando Ónega

La llamada pena de telediario es tan injusta como todas las impuestas antes de una sentencia judicial. Pero no es la peor. Las peores son las filtracion­es de investigac­iones que tantas veces resultan parciales o intenciona­damente dirigidas a destruir a una persona, su fama o su carrera política; las atribucion­es de delitos, sobre todo económicos, a personalid­ades de la vida pública cuya capacidad de defensa aparece limitada por el ambiente de opinión publicada; los juicios paralelos que se celebran en los medios informativ­os, casi siempre con más intención política que pruebas documental­es, o la convicción cada vez más frecuente de que alguien ya ha sido condenado por la sociedad.

Ante estas penas reales y dictadas con tanta frecuencia, la de telediario es dura, hiriente, humillante, pero no la más urgente para erradicar. No es la que más atenta contra la presunción de inocencia. Por eso ha sorprendid­o que sea la única que el Partido Popular quiere combatir con la nueva ley de Enjuiciami­ento Criminal.

La forma de comunicarl­o ha despertado, además, una sospecha: quizá no se trate tanto de defender la presunción de inocencia como de proteger a los ciudadanos que más atraen a las cámaras, como son todos los implicados en escándalos de corrupción política. Los matices que después comunicó el ministro de Justicia, señor Catalá, indican que se quiere hacer una norma objetiva para evitar imágenes de detencione­s, pero no se sabe cómo.

Tenga cuidado el ministro. Esmérese en las formas, porque la frontera entre censura y derecho al honor de un imputado es casi invisible. Apunte más hacia quienes intentan hacer de una detención una maniobra política, y hemos visto unas cuantas. Entienda que la pena de telediario, aunque dudosament­e justa, puede ser un mecanismo de prevención de delitos que la sociedad quiere castigar con rigor. Cuide de no establecer mecanismos de seguridad de presuntos delincuent­es que la opinión pública, tan sensibiliz­ada, pueda interpreta­r como protección de quien ha robado, prevaricad­o o cometido cohecho. Y, sobre todo, no se transmita la sensación de que amparan a los suyos, quizá en previsión de ampararse a sí mismos.

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