¿De qué tiene miedo Natalie?
“Être parisien, ce n’est pas être né à Paris, c’est y renaître”, dijo en una ocasión el dramaturgo y cineasta francés de origen ruso Sacha Guitry. La actriz y realizadora norteamericana Natalie Portman, que acaba de instalarse hace escasos meses en la capital francesa siguiendo a su marido –el coreógrafo francés Benjamin Millepied, nombrado director del Ballet de la Ópera de París–, ha empezado a serlo. Y, en el camino, va descubriendo poco a poco las complejas facetas de una sociedad cuyas aristas se hurtan habitualmente a los ojos del turista.
Una de las que no han tardado en saltarle a la vista –porque no en vano la actriz es de origen judío, aunque no profese la religión– es el antisemitismo rampante. No el viejo antisemitismo de la ultraderecha nacionalista que alumbró el régimen colaboracionista de Vichy, sino el nuevo antisemitismo que se cuece entre la población musulmana de las banlieues, alimentado por la exclusión y autojustificado por el conflicto israelo-palestino. “¿Le inquieta?”, le preguntó días atrás Stephen Galloway en The Hollywood Reporter. “Sí”, respondió.
La estrella norteamericana, que acaba de adaptar al cine Una historia de amor y oscuridad –la autobiografía del escritor israelí Amos Oz–, lejos de poner dramatismo al asunto, intentó quitarle hierro. Pero lo cierto es que esa inquietud –cuando no temor– existe en la comunidad judía de Francia, la más numerosa del continente, y de otros países europeos. El atentado contra el supermercado kosher de la Porte de Vincennes de París –a rebufo del ataque a Charlie Hebdo–, cometido por Amedy Coulibaly el pasa- do mes de enero, fue un aldabonazo. La confirmación de que la matanza perpetrada por Mohamed Merah en la escuela judía Ozar Hatorah de Toulouse en marzo del 2012 o la cometida por Mehdi Nemmouche en mayo del 2014 en el Museo Judío de Bruselas no eran casos aislados, la obra de extraviados lobos solitarios. Lobos, sin duda. Y de nacionalidad europea, por más señas. Pero con un odio muy elaborado y muy precisamente dirigido.
Los atentados antijudíos en Francia y Bélgica conmocionaron a todo el mundo. Pero el miedo empezó a cuajar antes. Y se le puede poner fecha: en febrero del 2006, un siniestro suceso desencadenó la alerta en la comunidad judía. Una banda de la banlieue de París, liderada por un oscuro personaje llamado Youssouf Fofana, secuestró y torturó hasta la muerte a un joven judío, Ilan Halimi –al que habían atraído con el señuelo de un fácil ligue con una hermosa muchacha–, al no obtener el alto rescate que pedían. Que fuera un simple empleado en una tienda de telefonía móvil no fue para ellos un dato sustancial. Los clichés sobre la riqueza de los judíos los tenían bien anclados...
Acciones de esta brutalidad son raras. Pero detrás de ellas existe otra violencia soterrada que va socavando poco a poco la convivencia. Y que no deja de crecer, año tras año. A lo largo del 2014 se registraron en Francia 851 actos antisemitas, una cifra que más que dobló (+130%) la del año anterior (423), según datos del Consejo Representativo de las Instituciones Judías de Francia (Crif). Pero no es el único país donde esto sucede. En el Reino Unido pasaron asimismo, durante el mismo periodo, de 535 casos a 1.168 (un 118% más), de acuerdo con los actos censados por el Community Security Trust. Y en España la evolución no es muy diferente. Los actos antisemitas son muy escasos –también lo es la población judía–, pero en el 2014 fueron claramente al alza: 24 frente a sólo tres el año anterior, según el informe sobre delitos de odio del Ministerio del Interior.
De promedio, tal como pone de manifiesto un estudio de la Universidad de Tel Aviv, los actos antisemitas aumentaron el año pasado un 40% en todo el mundo. Y el problema vuelve a ser particularmente acusado en Europa. Un enésimo informe –éste del Pew Research Center– sobre las actitudes hostiles por motivos religiosos apunta que los judíos son hoy objeto de acoso social en 34 países de Europa, el 76% del total.
“El antisemitismo no es sólo un problema judío, sino una cuestión que afecta a toda la sociedad y a la que necesitamos hacer frente por el bien de todos”, escribía el jueves pasado en The Times el ex primer ministro británico Tony Blair, nueva cabeza visible del Consejo Europeo por la Tolerancia y la Reconciliación, en una tribuna firmada conjuntamente con el presidente del Congreso Judío Europeo, Moshe Kantor.
¿Cuándo comenzó esta deriva? ¿En qué momento empezaron a torcerse las cosas? Hay un consenso básico entre analistas y observadores en Francia para apuntar a la segunda intifada palestina, en el 2004, como el detonante del resurgimiento del antisemitismo entre la población musulmana europea. Las tensiones intercomunitarias llegaron entonces a tal punto por esta causa que empujaron al Gobierno francés a prohibir todo signo religioso –y no sólo el velo– en las escuelas. La situación se crispó de nuevo con la guerra de Gaza del 2014.
Este ambiente emponzoñado –que hace que algunos miembros de esta comunidad eviten ponerse la kipá en lugares públicos– ha provocado un fenómeno preocupante: un nuevo éxodo hacia Israel. El año pasado emigraron a la tierra de David cerca de 7.000 judíos franceses y para este año el Gobierno israelí espera entre 8.000 y 9.000 más... Una proporción enorme para una población que se evalúa en entre 500.000 y 600.000 personas. Y que llevó al primer ministro francés, Manuel Valls, a lanzar un grito de alarma: “Un judío que parte de Francia es
Los actos antisemitas aumentaron más del doble el año pasado en países como Francia y el Reino Unido
un trozo de Francia que se va”.
Aunque a otro nivel, cuantitativamente hablando, pasa algo parecido en la vecina Bélgica. En este caso se habla de la marcha de unas 500 personas, sobre una comunidad de alrededor de 35.000.
El fenómeno, a largo plazo, dibuja un futuro inquietante: la posibilidad de que el oscuro sueño de Adolf Hitler de una Europa sin judíos devenga realidad. En 1939, antes del genocidio nazi, la población judía europea estaba integrada por 9,5 millones de individuos (el 57% de la población judía mundial). Setenta años después sólo quedan 1,4 millones (el 10% de todo el mundo).
En España, donde la presencia judía es muy reducida –sólo hay 45.000 personas registradas como tales–, los problemas no son comparables, reconoce Isaac Querub, presidente de la Federación de Comunidades Judías de España, quien subraya que aquí el antisemitismo tiene comparativamente poca fuerza y se traduce más bien en prejuicios.
Pero la inquietud también se extiende. La situación en Francia
“En Francia se han traspasado todas las líneas rojas, la situación recuerda a la de Berlín en los años treinta”
concierne y preocupa a todos los judíos europeos, es como la punta del iceberg. “El problema está más extendido, el antisemitismo ha rebrotado también en Hungría, en Grecia, en Austria, en Alemania, en Finlandia... –dice Querub–. Pero en Francia se han traspasado todas las líneas rojas, la situación puede recordar a la de Berlín en los años treinta”.
La comparación podría parecer exagerada. Quizá lo sea. O no... A veces, lo evidente no se ve. En Una historia de amor y oscuridad, Amos Oz explica cómo en los años treinta su abuelo paterno, buscando escapar del asfixiante antisemitismo en Lituania –entonces, bajo dominio polaco–, trató sin éxito de buscar refugio en otros países antes de emigrar a Israel. Uno de los elegidos –donde también le rechazaron– era Alemania... Dos años después, los nazis accedieron al poder.