Política sin candideces
Desde el primer momento he sido crítico con la que se ha dado en llamar “nueva política”. Y no por defender la vieja, sino por una visión digamos lampedusiana, desencantada, de la política. Es decir, por la escasa confianza que tengo tanto en las nuevas como en las viejas políticas. Y eso vale no tan sólo para los candidatos a políticos, sino para los que van a ser gobernados. Cuando en El Gatopardo Don Fabrizio recibe a Aimone Chevalley de Monterzuolo y rechaza la oferta para estar en el Senado, se refiere a los nuevos políticos diciendo –con un escepticismo nada disimulado– que en lugar de viejos desencantados como él, lo que hace falta son “jóvenes listos, con la mentalidad más abierta al cómo al porqué”, y “que sean hábiles para enmascarar: para acomodar sus intereses particulares y concretos a las vagas idealidades políticas”. Pero Don Fabrizio extiende el escepticismo también a sus conciudadanos, de quienes piensa que nunca querrán cambiar porque “su vanidad es más fuerte que su miseria”. Es decir, no sólo cree poco en la capacidad de la nueva política para mejorar Sicilia, sino que sobre todo duda que los sicilianos “quieran mejorar”.
No comparto el pesimismo de Don Fabrizio, ni el determinismo social e histórico con el que observa su país. Pero reconozco que me cuesta imaginar que la regeneración política pueda venir de un mero cambio de protagonistas que todavía lo tienen todo por demostrar y menospreciando a muchos de los viejos políticos que ya han hecho patente su honestidad y capacidad para gestionar con eficacia y decencia el bien público. No creo ni en las “castas corruptas” ni en lo de “devolver el poder al pueblo”, artificios retóricos sin ningún valor analítico. Los cambios a todo o nada no me resultan creíbles. Las atribuciones indiscriminadas de comportamientos ilícitos individuales a todo el colectivo me parecen una indecencia. La arrogancia de quien se atreve a decir que puede hablar en nombre de toda la ciudad, cuando ha ganado con el voto de sólo el 15% del censo, es francamente ridícula.
Ahora mismo nos encontramos con que el primer round negociador de la nueva política en los escenarios institucionales españoles y catalanes no aporta estilos nada nuevos. No me extrañaría que cada día crezcan los desconcertados por las maneras como se negocian los pactos postelectorales por lo mucho que se parecen a las formas conocidas. Al mismo tiempo, hay que decir que los representantes de la vieja política tampoco parece que hayan tomado nota de su debacle, y se comportan como siempre lo han hecho, esclavos de unas rutinas que no son capaces de cambiar ni cuando estan a punto de perder el cargo.
Se mire por donde se mire, el espectáculo es el de siempre. Quien tiene la lista más votada pero no puede conseguir la alcaldía cree que se traiciona la voluntad del pueblo. Pero quien sin tener la lista más votada es capaz de articular un pacto para impedir que el primero sea alcalde considera que la acción no tan sólo es legal, sino sobre todo democráticamente legítima y necesaria. Lo curioso es que los argumentos no son ni de derechas ni de izquierdas, ni de soberanistas o unionistas. Los argumentos valen si les son favorables o no. Lo mismo se puede decir de las advertencias apocalípticas. Si siguen gobernando los mismos, estaremos en el infierno de los recortes y la corrupción, de los ladrones y la mafia. Pero si gobier- nan los nuevos, será el fin de los tiempos, sin estabilidad ni recuperación económica y con la democracia en peligro. Todo, una sarta –unos y otros– de falsedades.
En el ámbito local, el caso de Unió Democràtica de Catalunya es tan manifiesto que no tengo ninguna duda de que será utilizado en los cursos de ciencia política, durante muchos años, para ilustrar las grandes debilidades del actual periodo de transición. La astucia de Duran y los suyos para zafarse de una toma de posición trascendental para el futuro del país es de matrícula de honor. Los argumentos de la pregunta, como no excluir al catalanismo no soberanista o dejar abiertas todas las posibilidades, son geniales –permítanme el sarcasmo– en una consulta que, precisamente, tenía que discernir la posición de la militancia ante el desafío independentista que se plantea para el 27-S. La política de la UDC de Duran es de las que todavía se hacen en los despachos, las suites de los hoteles, los Puentes Aéreos o en las tribunas de los campos de fútbol. Es triste que el partido que lleva más años defendiendo la fórmula más joven y atrevida para el futuro de Catalunya, una confederación de pueblos ibéricos, tenga a los dirigentes de la política más vieja que conocemos.
¿Otra política es posible? Me daría por satisfecho si se mejoraban los estándares de calidad democrática de la que tenemos. Rendición de cuentas, participación directa en las grandes decisiones, mejora del sistema de representación, mecanismos para combatir la corrupción... Todo más fácil de conseguir reformando a fondo el modelo actual que con ingenuas pretensiones rupturistas. Y lo digo pensando muy especialmente desde una perspectiva independentista. Porque si la expectativa de la independencia de Catalunya ha estado vinculada a la de la radicalidad democrática desde el primer minuto, sería de una candidez letal que se aspirara a un mundo políticamente feliz que no existe ni en los países que más admirados. En la Catalunya independiente, la política democrática tendrá una naturaleza muy parecida a la que es universalmente conocida, con la única particularidad de que el Estado estará a nuestro favor y no en contra, como ahora.