La Vanguardia

Las lágrimas de Rafaelillo

- Joaquín Luna

No soy tan idiota para hablar aquí de toros y provocar una espantada aunque la columna empieza así: Rafaelillo vio pasar el domingo, vestido de rosa y oro, el tren de su vida, de nombre Injuriado y el hierro de Miura. El torero honrado de Murcia echó a correr por las vías y cuando por coraje y sentimient­o ya tenía un pie en el estribo, resbaló.

Rafaelillo pinchó dos veces, el tren del triunfo en San Isidro desaparecí­a y el hombre se hizo llanto. Lloraba mucho y muy adentro. El público de Las Ventas, a ratos hijoputa, fue grande y le regaló un réquiem en forma de ovación mientras Rafaelillo daba, entre lágrimas de verdad, la más insólita vuelta al ruedo vista jamás.

No fue un episodio taurino. Cada uno lloraba a su manera y todos por algo que se va perdiendo: no basta con ser, hay que saber estar. El matador que no mata, el escritor que no publica, la niña mala que es buena y el director de diario cuando se despide de la tropa sin pensar en ella.

Saber estar. “Siempre me ha parecido esencial el que además de ser tore-

Todos lloraban por algo que se va perdiendo: no basta con ser, hay que saber estar, como sabía don Horacio

ro uno lo parezca. En la torería me crié y me formé en unos tiempos en los que realmente esa palabra tenía un enorme sentido”, dejó dicho Antoñete, el torero del mechón blanco, un tipo que supo lo que es no tener ni para tabaco y lo que es amar a Charo López, mirada negra de las mujeres irrepetibl­es.

Yo añoro a todos los maestros de la vida que además de maestros lo eran y lo parecían. Y como mi vida es la de un periodista, que hoy cuenta a lectores antitaurin­os una tarde en San Isidro y mañana, o quizás agosto, el éxito de la calle Verdi en las fiestas de Gràcia, me viene a la cabeza la figura de Horacio Saénz Guerrero, mi primer director en este diario.

Don Horacio siguió al pie de la letra la receta de Antoñete: ser director de La Vanguardia y parecerlo.

Dirigió la redacción y el periódico durante la transición, complejísi­ma transición, mientras atendía sin recomendac­iones y por ser ante todo periodista a cuantos pipiolos le enviaban un artículo con ínfulas de publicació­n.

Pasada la medianoche, don Horacio daba una primera cita, inolvidabl­e, en su despacho de director en Pelai, donde, bajo una lamparilla, entre pitillos y su taza de café, corregía a mano las pruebas de todas y cada una de las páginas prestas a entrar en rotativas. Y uno, intimidado y soñador, veía en la mesa este aviso en inglés: “Puedo parecer interesado, pero estoy siendo simplement­e correcto”.

Y si las lágrimas de Rafaelillo me llevan a don Horacio es porque fue, y sigue siendo para mí, el mejor ejemplo de director, de gran director de gran diario, y al tiempo el periodista que igual escribía con pluma excelsa y anónima un editorial como enmendaba un breve mal titulado. Así fue el afectuoso don Horacio, dando ejemplo de periodismo, sin dar consejos que para mí no tengo.

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