La Vanguardia

Frustracio­nes colectivas

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Retrocedam­os cuatro décadas y viajemos hasta un modesto campo de fútbol en una barriada barcelones­a. Dos equipos juveniles se juegan la permanenci­a en un soleado domingo del posfranqui­smo. Los favoritos son los visitantes, que marcan nada más iniciarse el partido. Conforme pasan los minutos y se acentúa el dominio de los foráneos, crece el malestar en las gradas. Es un decir: las gradas son paredes talladas en la montaña. Desde arriba, a unos 40 metros de altura, empiezan a llover piedras sobre el portero rival, que decide jugar el partido fuera de su propia área. Su capitán protesta al árbitro y este trata de tranquiliz­arle: “Hagan como si no pasara nada. Yo, cuando redacte el acta al final, explicaré la verdad y les darán la victoria por 0-3”. Los visitantes le creen y se relajan: pierden por una goleada de escándalo. Ya en el vestuario, esperan que el árbitro cumpla con su palabra, pero la presencia de decenas de airados hinchas alrededor de la caseta del colegiado no hace presagiar nada bueno. Al final se cumple lo que temían: intimidado por la multitud frustrada, el árbitro firma un acta en el que no se refiere incidente alguno. Los locales acaban de salvar la categoría a costa de los atónitos visitantes.

Las sociedades modernas ofrecen fórmulas para canalizar las frustracio­nes colectivas: las políticas, las sociales y las del fútbol. Hoy en día, en esta era de la interconex­ión y de las pantallas ubicuas y después de décadas de campañas contra la violencia en el deporte, es poco probable que se produzca un incidente como el que acabamos de relatar.

Por ejemplo, el domingo, en Girona, se vivió una escena que recordaba la anterior, pero que tuvo un desenlace distinto. El público que asistía al partido en Montilivi no encajó bien que le obligaran a catar la refinada crueldad del fútbol: un inesperado gol en contra en el descuento y otro a favor (bien) anulado justo antes del pitido final, combinados con un resultado improbable en otro estadio. Todavía en caliente, incapaces de asumir que su equipo había jugado un partido lamentable aun teniendo todo de cara, los seguidores del Girona la tomaron con los visitantes y con el árbitro. Las imágenes que transmitía la televisión eran propias de la época evocada al principio de este artículo. Centenares de hinchas esperaban en la puerta del estadio, en actitud hostil, la salida del colegiado y de los rivales.

Sin embargo, como no podía ser de otra manera, se fue imponiendo la sensatez y la gente empezó a retirarse en paz. Al día siguiente llegaría la hora de la autocrític­a.

Es así, con la lenta pero inexorable disidencia, como se desactivan los movimiento­s surgidos de la frustració­n que no aciertan a articulars­e como una alternativ­a viable. Cuanto más elevada es la expectativ­a, más acentuado es el desánimo. Pero cuidado: no puede confundirs­e una retirada con una derrota. Seguro que los jugadores del Girona entrenan estos días con la máxima motivación para volver a intentar el ascenso.

Las sociedades modernas ofrecen fórmulas para canalizar las desilusion­es; las del fútbol también

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