El ser de Serés
Fue en el 2003 cuando Francesc Serés, cumplidos los treinta, empezó a entrevistar a gente trabajadora para escribir La matèria primera. Licenciado en Bellas Artes y luego en Antropología, Serés impartía clases de Historia del Arte Antiguo y Medieval en la Pompeu Fabra y no hacía mucho que, tras haberse dedicado a la pintura y la fotografía, había iniciado su trayectoria como escritor. El propósito de aquel libro, que escribió apoyado por el premio Octavi Pellissa y que Empúries publicó en el 2007, era describir el esfuerzo por salir adelante de individuos concretos a través del trabajo. Era y es, por más de un motivo, un ejercicio más bien extemporáneo. Hace demasiado tiempo que en la bolsa de los valores estéticos la reflexión literaria sobre el trabajo cotiza a la baja (como si el único modo de abordarlo fuera la encorsetada de un realismo plano e ideologizado) y además, cuando iba creciendo la burbuja de una bonanza económica que parecía no tener fin, a nadie le interesaba demasiado hurgar en la distancia entre una confortabilidad que parecía mancomunada (“caseta i hortet” versión 2.0) y la fragilidad que podía descubrirse cuando una mirada inteligente como la suya colocaba la lupa sobre la realidad pura y dura.
Al tiempo que hacía aquellas entrevistas, acumulaba más notas para componer otro reportaje atípico combinando crónicas, fotografías, descripciones y más entrevistas. Me lo comentó en septiembre del 2013, cuando lo conocí en el marco de un encuentro de escritores de las diversas literaturas del Estado. Aquella reunión, bienintencionada, pretendía revivir el espíritu de concordia de los Encuentros Verines de los primeros ochenta. Para Àlex Susanna, uno de los veteranos de los encuentros y que volvía como representante del Institut Ramon Llull, aquel espíritu se había fundido. De hecho Serés, que como yo acudía allí por primera vez, explicó su caso como la demostración inapelable del fracaso. Nacido en el Baix Cinca (en el pueblo de Saidí, como Mercè Ibarz), hacía cuatro días que su gobierno autonómico se había inventado la denominación lapao para definir su lengua: el catalán que se habla en aquella zona de Aragón. No hubo ni un literato castellano ni académico de la RAE alguno (y allí había más de uno y más de dos) que levantase el dedo escandalizado para denunciar una astracanada lingüística de padre y muy señor mío. ¿Puede reconstruirse la concordia sobre esta desidia?
Para Serés, naturalmente, era una cuestión esencial toda vez que, como persona que trabaja con la lengua, aquella decisión gubernamental lo colocaba en una extraña tierra de nadie. Todavía más en la medida en que su personalidad como escritor ha estado, siempre, fuertemente arraigada a su pequeño mundo (como le había sucedido a Jesús Moncada, de Mequinensa, el otro gran autor del Baix Cinca). Como un payés de su pueblo, Serés, que de joven amasó la tierra con sus manos, usa el catalán con honestidad, amor y fuerza, y lo hace así no por afán de estilizar aquello que explica sino porque narrar su país ha sido y es el motor de su vocación. Esta es la matriz, me parece, de su ser como escritor, convencido de que la elaboración literaria del yo no puede separarse de la recreación artística de su geografía y su comunidad. No lo hace con afán esencialista ni cautivo de la nostalgia de unas formas de vivir perdidas porque precisamente aquello que busca, no como el arqueólogo de las costumbres sino como un buen etnógrafo, es buscar su identidad inter conectándola con la contemplación directa y reflexiva de una circunstancia, en este caso la suya, que ha sufrido cambios profundísimos durante los años de su definitiva maduración. Este es el tema del libro del que me habló en el autocar que nos llevaba de la casona de Verines al aeropuerto de Santander. Por entonces, tras haber pasado por el tamiz exigente de su editor Jaume Vallcorba, ya lo había casi terminado.
Reencontré a Serés en mayo del año pasado en los jardines de la Universitat en la Gran Via. Dudaba entre un par de títulos, pero ninguno era mejor que La pell de la frontera. Se publicó hace un poco más de medio año. Es el reportaje de una época y es una confesión. A través de un realismo duro, atento a infinitud de detalles que revelan la disolución material del mundo de su infancia y juventud (pajares derribados, acumulación de desperdicios, campos de fruteros transformados en campamentos), Serés descubre una densa humanidad que se revela en su mirada piadosa a la inmigración. No a la inmigración como fenómeno sino a la inmigración encarnada en marroquíes o senegaleses concretos que, con su llegada, transformaron la sociedad que los acogió. Durante años él habló con aquellos hombres y mujeres que transformaron la piel de su geografía de frontera y lo hizo empatizando con su esperanza o su tragedia porque, acercándose a ellos con la bondad de la estirpe de un Delibes, iba intuyendo la fragilidad de la cual está amasada la vida. La de ellos, hoy; quién sabe si la nuestra mañana. De los libros que he leído de autores de mi quinta, este es, sin duda, el que más me ha impactado.