Cambio de casi todo
Vivimos tiempos de mudanza. Y no me refiero a los cambios de casa, que suelen abundar en esta época, a final de temporada, o en septiembre, cuando empieza la siguiente. No me refiero tampoco a los cambios políticos, que en fechas recientes han sacudido la escena nacional y, a fines de año, podrían darle un meneo mayor. Me refiero, esta vez, a mudanzas personales. Últimamente hemos leído un montón de informaciones referidas a Bruce Jenner –ahora Caitlyn Jenner–, el campeón olímpico de decatlón en los Juegos de Montreal (1976) que a los 65 años ha decidido rubricar su conversión en mujer. Y, a tal efecto, ha posado en Vanity Fair en plan odalisca, para que podamos compartir la buena nueva.
Inmediatamente después, supimos de Rachel Dolezal, una activista blanca en favor de los derechos de la comunidad negra, también norteamericana, que llevada por su entusiasmo militante había decidido rizarse el pelo y hacerse pasar por negra. Nada nuevo bajo el sol, me dirán, si tenemos en cuenta que el rey del pop Michael Jackson se pasó la vida intentando el viaje en sentido inverso, dedicando enormes esfuerzos a decolorar su negra piel, hasta lograr un tono epidérmico próximo al de un ciudadano de Newcastle que nunca fue a la playa.
Este tipo de viajes no se cuentan por kilómetros. Pero pueden ser más azarosos y complejos que los transcontinentales. No los motiva el deseo de descubrir nuevos mundos, sino el de corregir un supuesto error de la madre naturaleza. O el de defenderse ante factores externos, y muy censurables, como la discriminación a la que se somete a un ciudadano en función de sus características. He aquí un asunto serio, que los países avanzados combaten con normas progresistas, como el artículo 14 de la Constitución española, en el que se dice que ningún ciudadano puede ser discriminado por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.
Los recientes casos de Jenner o Dolezal abren un abanico de posibilidades a los partidarios del viaje personal y ofrecen una vía de escape a los que se sienten perseguidos debido a sus orientaciones. Cambiar de opinión o de religión siempre fue fácil (en especial si lo comparamos con cambiar de club de fútbol). Y cambiar de raza o sexo, siendo más trabajoso, también es posible, como acabamos de ilustrar. Otra cosa menos sencilla es superar las discapacidades, sobre las que también se cierne la amenaza de la discriminación. En este caso, de poco sirve el auxilio médico o el engaño administrativo. Tan sólo se vence al destino con determinación, coraje y, por lo general, con un grado de esfuerzo superior al de los congéneres que tuvieron la fortuna de nacer sin minusvalías. Los cambios visibles suelen ser en este caso de efectos limitados. Pero la satisfacción por lo logrado será, quizás, muy superior a la del viaje personal más exótico.
Ya se puede cambiar de sexo o de raza, pero para superar una minusvalía hace falta algo más