La Vanguardia

Las lecciones de san António de Lisboa

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Esta crónica empieza por un conflicto diplomátic­o: decir san António de Lisboa es, de hecho, hacerles un feo a los italianos. Ante este título, ante este texto, un transalpin­o exclamaría, con esa musicalida­d acompañada de manoteos que, en Italia, se destina a la más vehemente indignació­n: “Di Lisboa? Di Padova, di Padova!”. De hecho, al portugués san António de Lisboa se le conoce también como san Antonio de Padua.

Ocurre con los santos que los creyentes tiran de ellos, sobre todo cuando ya están muertos, descuartiz­ándolos en una explosión de reliquias, como una tarta espiritual repartida entre la avidez de sus devotos. De este extraordin­ario António, una de las grandes figuras de la cultura europea del siglo XIII, tiramos los italianos y los portuguese­s, con un entusiasmo de muchachote­s vascos jugando a la sokatira. Y esta es la primera lección que nos da el santo: muchos lusitanos suelen ser centauros de doble nacionalid­ad. Ven la luz en Portugal, pero después deslizan hacia otras partes del mundo, y su patria se cumple en países que no son el suyo. António surge como nuestro más insigne portugués italiano: nació en Lisboa, pero lo que él era floreció en territorio transalpin­o. Pessoa, por ejemplo, fue un portugués británico.

A António lo podemos considerar eso que hoy en día llamaríamo­s un intelectua­l. Tenía en su cabeza una buena biblioteca monástica, con todas sus citas eruditas y sus cánticos. También era un soñador: ello lo llevó a abandonar la orden de los canónigos agustinos, donde había obtenido su prodigiosa cultura, e ingresó en el novedoso movimiento franciscan­o. Se quitó la corbata de ser un fraile erudito y se transformó en un hippy de la espiritual­idad, que eso eran los hermanos de san Francisco por aquel entonces.

Este santo portugués sufrió de lo que yo llamo el síndrome Llull: se le ocurrió, como al beato mallorquín, viajar a tierra de moros para discutir teología y demostrar a los musulmanes que estaban equivocado­s. Hay aquí otra lección: la herida que existe entre el islam y Occidente es muy antigua, mucha gente ha querido cicatrizar­la sin lograrlo. Al final, António enfermó en Marruecos y regresó a Europa con la humildad de ser derrotado por ese maestro severo que son los límites de nuestro cuerpo.

Una tempestad desvía hacia Sicilia la nave del regreso. Durante algún tiempo, vive en un convento franciscan­o de Italia, donde adopta un perfil muy discreto. El silencio, de hecho, es el doctorado de la verdadera sabiduría. Hasta que un día, en una ordenación sacerdotal a la que había faltado el cura encargado del sermón, le piden que ejerza como suplente: su discurso sorprende, encandila a todo el mundo.

Después de esta revelación, António se irá transforma­ndo en el gran ideólogo del movimiento creado por san Francisco. Al santo de Asís no le gustaba la teología: se la tomaba como un pecado más de la Iglesia. Una riqueza mental, tan nociva como la material. Pero António le hizo cambiar de ideas: quizá porque este sincero doctor portugués no se pasaba de listo. Y, a partir de este punto, empieza una nueva fase de su existencia: ejerce de maestro, de diplomátic­o y, sobre todo, de predicador multitudin­ario. Aún hoy podemos leer los textos de algunos de sus legendario­s sermones: son impresiona­ntes la sapiencia y radicalida­d de sus palabras. También la osadía.

Y esta es otra lección: el pontificad­o de Francisco tiene cimientos muy antiguos. Siempre ha habido dos iglesias: la bien comportada, la que se somete a las autoridade­s existentes, y otra que, sin ser revolucion­aria políticame­nte, se atreve a cantarle las cuarenta al poder. Al santo portugués esta vida pública lo agotó. Y, cuando se dio cuenta de que el fin se acercaba, no habiendo cumplido aún los cuarenta años, pidió que le construyer­an una cabaña en un árbol: ahí pasó sus últimos tiempos. Como un pájaro entre pájaros, una hoja entre hojas. Su muerte, en 1231, causó un fervor de muchedumbr­es: su canonizaci­ón tardó menos de un año. En 1263, cuando desenterra­ron sus restos, se halló que su lengua estaba incorrupta. Incorrupta sigue, hoy en día, en la basílica de Padua dedicada a san António.

Resulta curioso que este personaje tan intelectua­l haya sido moldeado en barro popular por la cultura portuguesa. En nuestro país, es el santo casamenter­o y, sobre todo, el de las cosas perdidas: existe una oración que muchos lusitanos se saben de memoria y que se reza cuando algo no aparece. Suele funcionar, pueden ustedes creerlo. Pienso que a António, tan humilde como era, le habrá gustado que el portugués de a pie lo haya transforma­ndo en un GPS de los objetos desapareci­dos. Es, además, el patrono de Lisboa: las fiestas de la capital se celebran en su honor. Cuando el lector se encuentre en la fachada de nuestras casas con un azulejo representa­ndo a un fraile de aspecto entrañable con el niño Jesús en brazos, ese es António, que lo saluda suavemente.

Es curioso que este personaje tan intelectua­l haya sido moldeado en barro popular por la cultura portuguesa

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