Brasil acumula un nuevo fracaso
Delante del hotel Novo Mundo, en las inmediaciones de la playa de Flamengo, en Río de Janeiro, la mirada se pierde entre un manto verde. Son los infinitos campos de fútbol que ocupan el lugar. Terrenos de juego en los que, al menos durante el último Mundial, se disputaban partidillos informales por la mañana, por la tarde, por la noche y de madrugada, aderezados con verbenas improvisadas que acompañaban las veladas. Por lo tanto, en Brasil sigue habiendo fútbol y mucho. Lo que ocurre es que hay poco jogo y ya no digamos jogo bonito. Murió para los más puristas con el fiasco brasileño en Sarrià en el Mundial’82, regaló los sentidos en forma de excelentes individualidades (primero Bebeto y Romário y después Rivaldo, Ronaldo, Ronaldinho o Kaká), y ahora sólo sobrevive con las diabluras de Neymar. Nada más.
Brasil en la élite futbolística es hoy un desastre. Su juego ha perdido la identidad, y sus responsables están envueltos en un caos organizativo y de problemas con la justicia. Materia prima por pulir seguro que sobra en la base. La tienen en cada playa, cada esquina y cada pueblo, hasta el punto de que cuando se vuela de una ciudad a otra cuesta distinguir desde el aire alguna instalación deportiva que no sea un campo de fútbol. Pero lo que falta es un sistema que ponga en solfa todo ese potencial. Sobran agentes, representantes, fondos de inversión y medradores que pilotan la carrera de las prome- sas. Falta un sistema, recuperar el estilo, adaptar los valores que convirtieron su fútbol en una maravilla al juego actual.
El 8 de julio hará un año del 1-7 de Alemania a Brasil en el Mineirao de Belo Horizonte. Aquel día había aficionados que lloraban conforme iban cayendo los goles alemanes. Pero la reacción no fue de una catarsis, sino la de poner parches y confiar la canarinha a Dunga, que ya fracasó en el Mundial de Sudáfrica y que iba pontificando por los centros de prensa para poner el lazo a Scolari. Todo muy ruin.