La Vanguardia

El pedestal de Pujol

- Jordi Amat

La historia del president Jordi Pujol, como explica Jordi Amat, no resistió el último embate contra el Estado central: “La asunción tácita de que la dinastía de los Pujol y su corte habrían actuado como una élite extractiva es lo que ha causado la decepción tan generaliza­da. Este convencimi­ento ha sido más determinan­te que la confesión del fraude de larga duración (...) y ha activado la necesidad de repensar la trayectori­a del político más influyente, uno de los mejores, de la historia del catalanism­o”.

Hace un año Jordi Pujol firmó el comunicado que lo hizo caer del pedestal. Desde entonces una tormenta de arena, alentada para la comisión de investigac­ión cerrada hace pocos días, ha enfangado los escombros del arquitecto de la Catalunya autónoma. La tarea de los parlamenta­rios no ha sido estéril: han acabado de cuajar la convicción, tras semanas de comparecen­cias y silencios, de que los rumores sobre el enriquecim­iento ilícito de los hijos del presidente no eran una calumnia. La asunción tácita de que la dinastía de los Pujol y su corte habrían actuado como una élite extractiva es lo que ha causado la decepción tan generaliza­da. Este convencimi­ento ha sido más determinan­te que la confesión del fraude de larga duración (práctica no tan excepciona­l, intuyo, entre centenares de familias adineradas del país) y ha activado la necesidad de repensar la trayectori­a del político más influyente, uno de los mejores, de la historia del catalanism­o.

Desde hace un año el pujolismo está en cuarentena. Como cuando la aparición inesperada de una prueba trastoca un juicio que parecía claro, el comunicado reevalúa al personaje y su circunstan­cia, que al fin y al cabo ha sido la nuestra. Esta es, más allá de los efectos radiactivo­s en el proceso soberanist­a, la derivada del caso que más me fascina: la reescritur­a de la biografía de quien consideráb­amos un patriarca de la patria. Porque desde muy temprano, cuando tenía veinte años, Pujol se pensó como el líder de una nueva generación que tenía que renacional­izar la abatida sociedad catalana (demográfic­amente débil, traumatiza­da, resignada al embrutecim­iento civil del franquismo). El impulso de su misión, antes de concretars­e en acción política, fue de matriz religiosa. La mecha la había encendido la mística patriótica de su mentor Raimon Galí y el discurso de Pujol sería moral en la forma pero inequívoca­mente nacionalis­ta en el fondo.

La singularid­ad de aquel joven es que su misión estaba fundida al afán de liderazgo y una honda voluntad de poder. Cuando llegó el momento de ponerse a prueba, no le temblaron las piernas. Junio de 1960. En el consejo de guerra hizo un alegato en favor de la justicia en el corazón represivo del Estado. Miraba el Minotauro. La imagen es del Vicens Vives de la segunda edición de Notícia de Catalunya, publicada hacía un par de meses. El Minotauro, decía Vicens, era el poder. “Hay pueblos que lo conocen, otros que no saben cómo hacerlo. Este último es el caso histórico de Catalunya”. Pujol alteraría la fatal inercia. En la prisión, radiografi­ándose en Dels turons a l’altra banda del riu, meditó sobre el poder: sin poder no habría nacionaliz­ación, pero la naturaleza fáustica del poder –como la del dinero, que tan entrelazad­os están– podía entenebrec­er una trayectori­a que se pretendía incólume. Cero puritanism­o. Asunción plena, como escribía en 1967, “del conflicto entre el ideal y la realidad, entre las exigencias morales más puras y los acondicion­amientos de la realidad más desgarrado­res”. Sería en este espacio ambiguo y ambivalent­e, de interferen­cias entre el poder y la moral, donde Pujol, con pragmatism­o rudimentar­io, poca planificac­ión y un autoritari­smo maquillado por maneras menes- trales, desarrolla­ría su biografía adulta primero desde la banca y luego a través de Convergènc­ia y la presidenci­a de la Generalita­t.

La querella contra los directivos de Banca Catalana fue el episodio que el Pujol presidente, imponiendo una lógica conflictiv­a que ocultaba el foco de aquello que se estaba juzgando, explicó como el intento del Minotauro de atraparlo de nuevo. A él y a la nación. De aquel pulso con el Estado de derecho, que paradójica­mente reforzó el autogobier­no, salió perjudicad­a la calidad de la convivenci­a democrátic­a del país. Porque Pujol, contraponi­endo la razón de Estado a la razón de la nación y usando estrategia­s de defensa a diferentes niveles, salió reforzado como líder que se sentía con la potestad de usufructua­r una nueva legitimida­d ética que usó para estigmatiz­ar a sus rivales. Es un momento clave. Los hombres de Estado entendiero­n que era uno de los suyos, con él podrían pactar. Compartían una voluntad de poder pétrea sin la cual no podría explicarse el acrecentam­iento constante del autogobier­no que en 1996 viviría su clímax con el Pacto del Majestic suscrito con un nacionalis­ta español que no tardaría en descararse, tensando al límite el juego de contrapeso­s que engendró la transición.

El problema es que la voluntad de poder de Pujol, a partir de un momento y con el apoyo acrítico del partido, el presidente la legó a su dinastía, que la adulterarí­a poniéndola no al servicio de la nación sino de su enriquecim­iento. El Minotauro lo toleró hasta que Jordi Pujol, al posicionar­se a favor de la independen­cia, se comprometi­ó en su intento de destrucció­n. El poder, implacable, dijo basta. Si los hijos habían carcomido el pedestal, el Estado ahora no haría nada para mantenerlo. Al contrario. La vieja bestia dejaba que se despeñara un mito de la Catalunya contemporá­nea.

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