La economía colaborativa
LA gran capacidad de relación y contacto que proporciona internet ha posibilitado que los ciudadanos de todo el mundo puedan conectarse entre sí para compartir, prestar, alquilar e intercambiar bienes y servicios directamente, con total libertad, sin depender de las estructuras económicas y empresariales tradicionales. Este fenómeno crece de forma exponencial, empieza a cambiar la forma social de organizarse y, como todo movimiento innovador, choca con los usos y normas vigentes. Es lo que se conoce como la nueva economía colaborativa, a la que contribuyen la multitud de plataformas que han surgido en la red para facilitar las búsquedas de lo que se quiere encontrar y con quién contactar.
Los bienes y servicios que más se comparten son aquellos que permanecen ociosos o infrautilizados. Entre ellos destacan el alquiler del propio vehículo cuando no se utiliza, las plazas libres del coche en un viaje, el domicilio que queda vacío durante las vacaciones, las habitaciones vacías del propio hogar, las herramientas que se usan tan sólo una o dos veces tras su compra, y muchos otros, a cambio de una compensación pactada entre las partes. Pero también posibilita préstamos entre particulares y la financiación conjunta de proyectos y empresas, así como la movilización de todo tipo de recursos para llevarlos a cabo.
La dura crisis económica, con la disminución de la renta que ha supuesto para la población, sobre todo entre las nuevas generaciones, ha sido decisiva para el impulso de la nueva cultura que sustenta la economía colaborativa basada en el uso de los bienes y servicios –a través del intercambio temporal– por delante de la propiedad, un concepto que progresivamente pierde valor por las crecientes dificultades de llegar a ella.
Las primeras estimaciones cifran en 26.000 millones de dólares el valor del conjunto de intercambios de bienes y servicios que se realiza actualmente en el mundo en el marco de la economía colaborativa, pero el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) ha calculado que tiene un potencial de hasta más de 110.000 millones de dólares. De este enorme pastel, las plataformas electrónicas que posibilitan los intercambios se embolsarían más de 3.500 millones de dólares.
La gran dimensión que está alcanzando el nuevo fenómeno de la economía colaborativa provoca que haga tambalear algunas de las estructuras de la economía convencional, como últimamente está sucediendo con el sector del taxi o con el hotelero, entre otros. Al no estar sujetas a ningún tipo de regulación fiscal ni administrativa, las actividades propias de la economía colaborativa comportan un evidente riesgo de competencia desleal y de economía sumergida, con eventuales perjuicios también para los propios usuarios, ya que no quedan amparados sus derechos como consumidores.
La economía colaborativa ha sido una explosión de libertad surgida de la propia sociedad a partir de las nuevas tecnologías y, como tal, hay que darle la bienvenida por todo lo positivo que supone, fundamentalmente de mayor disfrute de los bienes y servicios por menos dinero. Gobiernos e instituciones estudian cómo regularla, pero eso parece tan difícil como ponerle puertas al campo. Lo único que parece claro es que cuando la economía colaborativa se transforma en actividad empresarial con evidente ánimo de lucro, debería quedar sometida a las leyes y regulaciones que rigen para las demás empresas del sector. Y en eso se está.