El patriotismo y el 27-S
Entre Madrid y Barcelona, o a la inversa, ha subido el tono de las declaraciones más o menos solemnes –quizás mejor rimbombantes– con ocasión de la constitución de la lista Junts pel Sí que encabeza ese Raül Romeva que no parece, desde luego, un figurante, y en la que Artur Mas va de cuarto y Oriol Junqueras de quinto. Todo muy diferente a lo políticamente convencional en una Catalunya con politraumatismos que, sin embargo, no percibe la cercanía del precipicio porque experimenta una descarga masiva de hormonas patrióticas. El patriotismo es un sentimiento muy legítimo y necesario para abordar los problemas políticos pero ocurre como con la química del cuerpo humano: la glucosa es precisa pero su exceso puede derivar en una diabetes.
Salvando las insalvables distancias, como vasco sé muy bien que en euskera ser patriota es ser abertzale y el radicalismo abertzale ha escrito en Euskadi el peor capítulo de su historia con la organización terrorista ETA como expresión patológica de lo patriótico. Hay que tenerle mucha prevención al patriotismo porque apela más al sentimiento que a la razón y ya se ha escrito profusamente sobre las muchas ocasiones en las que hay que actuar con razones que el corazón no entiende. Por ejemplo, antes que lanzarse a la aventura del independentismo la clase dirigente tiene que saber que se enfrenta a su propia sociedad –la catalana, la quebequesa o la escocesa, por poner tres casos inmediatos– que quedará dividida por la mayoritaria percepción de pertenencia dual de los ciudadanos, y que se encara con el Estado, cuyos recursos para bloquear una secesión son jurídicos pero también operativos. En un sistema democrático casos como el que plantea Catalunya se resuelven –y de ninguna otra manera– reconduciendo el sentimiento inflamado de patriotismo hacia el más frío, cerebral y calculador posibilismo político.
Los que en nuestra juventud veintea- ñera vivimos la transición española y nos preocupaba la suerte de España en su conjunto, leímos con fruición a la intelectualidad del primer tercio del siglo pasado, de Unamuno a Ortega. Hasta los años cincuenta hubo intelectuales generacionales –del 98, del 14, del 27– pero a partir de los sesenta y setenta se extinguieron, así que nuestros clásicos se alejan mucho del presente aunque siguen siendo referencias insustituibles. Nadie les ha innovado quizás porque ya eran novísimos y no haría falta más que leer la última obra de Gregorio Morán sobre el mandarinato cultural del franquismo y de la transición para concluir que en nuestro país la intelectualidad no vertebró la recuperación de la democracia, que se construyó tácticamente y a la que faltaron valedores con ideas contemporáneas que la estabilizasen y diesen coherencia a su desarrollo.
En 1932, Manuel Azaña se dirigió a las Cortes –fue exactamente el 27 de mayo– y expresó con ese escepticismo del que el alcalaíno hacía gala que “el patriotismo no es un código de doctrina; el patriotismo es una decisión del ánimo que nos impulsa, como quien cumple un deber, a sacrificarnos en aras del bien común: pero ningún problema político tiene escrita su solución en el código del patriotismo”. Y seguía: “Delante de un problema grave y no grave, pueden ofrecerse dos o más soluciones, y el patriotismo puede impulsar y acuciar o poner en tensión nuestra capacidad para saber cuál es la solución más acertada; pero una lo será, las demás, no; y aún puede ocurrir que todas sean erróneas. Quiere esto decir, señores diputados, que nadie tiene el derecho de monopolizar el patriotismo, y que nadie tiene el derecho, en una polémica, de decir que su solución es la mejor porque es la más patriótica; se necesita que, además de patriótica, sea acertada”.
El código de doctrina de Mas y Junqueras y del soberanismo es el patriótico y, por lo que decía Manuel Azaña, eso es un gravísimo error. El patriotismo es una variable entre otras muchas para adoptar una decisión o asumir un comportamiento, pero lo que estamos viendo y escuchando en la Catalunya independentista –de ahí las perplejidades y desorientaciones que procura a propios y extraños– es que el sentimiento patriótico lo inunda todo y todo lo condiciona hasta los aspectos más coherentemente convencionales y racionales de la política. La simbología, el lenguaje, las actitudes solemnes, remiten a un tiempo pasado, a una épica trasnochada y a un aventurerismo que se permite el lujo de manejarse sin planes alternativos o subsidiarios. Y esto, guste o no escucharlo, está ocurriendo en Catalunya cuyos análisis clínicos registran un exceso de hormona patriótica y altos índices de adrenalina y de cortisol, sustancias que se liberan en situaciones de estrés. Es el momento de advertir –sin admoniciones ni pomposidades– que el camino elegido es el más equivocado.
El código de doctrina de Mas y Junqueras es el patriotismo y eso es un gravísimo error