La Vanguardia

Verdad de Gould

- Jordi Graupera

La mentira era verdad. En 1942, Joseph Mitchell escribió un célebre perfil en The New Yorker sobre un mendigo de Nueva York, Joe Gould: Profesor Sea Gull ( el profesor gaviota).

Ángel caído de la aristocrac­ia intelectua­l, licenciado en Harvard, Joe Gould vivía en la calle y aseguraba estar escribiend­o una Historia Oral de Nuestro Tiempo en cuadernos escolares. Gould no era un desconocid­o, se relacionab­a con la bohemia del momento, escribía incesantes cartas a escritores y científico­s, y algunas revistas le habían publicado ensayos y fragmentos del libro. E.E. Cummings le dedicaba poemas. Pero el artículo de Mitchell le elevó a la imaginació­n colectiva.

El perfil de Joe Gould también triunfó porque encarnaba la imagen que los escritores del momento se hacían de ellos mismos: el hombre que sacrifica la vida por la obra, al margen del éxito. Y porque Mitchell es el mejor cronista de Nueva York. No se puede escribir sobre la ciudad sin tenerlo a la cabeza. En el imaginario de la prosa descriptiv­a neoyorquin­a ocupa el lugar que Josep Pla ocupa en la nuestra. Es el canon, el nombre de las cosas.

En 1964 Mitchell publicó Joe Gould’s Secret ( El secreto de Joe Gould) donde admitía que la Historia Oral no existía, que era la fabulación de un demente al que había guardado el secreto hasta su muerte. Y es el último artículo que publicó, creando así el mito de su tiempo: el escritor que ya no tiene nada que decir. Mitchell, espejo o reflejo de Gould, siguió yendo a trabajar a la oficina de The New Yorker hasta 1996.

Estos dos artículos se estudian en las facultades para discutir la relación entre ficción y hecho en el periodismo y son los dos únicos traducidos al español, aunque, desde mi punto de vista, los hay mejores –pero menos sexis–. En catalán no hay nada (aunque traduje y autoedité Up in the Old Hotel, ilustrado por Oriol Malet, fue para regalar a los amigos).

Esta semana, The New Yorker ha publicado un reportaje de la escritora Jill Lepore: ha encontrado la Historia Oral. No toda, algunos cuadernos. También ha descubiert­o que Joseph Mitchell, una vez publicada su confesión (la mentira, el secreto) supo que existía, pero se lo calló. “En 1942 la historia era mejor si existía, en 1964 la historia era mejor si no.” Quizás ninguno de los dos artículos fue nunca sincero, o quizás su belleza lo fue, pero con el tiempo la verdad ha cambiado de uno al otro. Al final del reportaje, también Lepore desiste, e ignora la llamada de un hombre que dice tener más cuadernos.

La Historia Oral, si nunca existió entera, ha medio desapareci­do, empolvada en viejas buhardilla­s, envuelta en una telaraña de rumores. Cada generación de escritores la busca y cada generación encuentra los límites de los hechos. Acaban escribiend­o un bello artículo en The New Yorker y redefinen el sentido de la enfermedad mental, del arte y, sobre todo, de ellos mismos. Jill Lepore sospecha que Gould fue lobotomiza­do en 1949. No escribió nada más. La mentira era verdad.

El perfil de Joe Guld triunfó porque encarnaba la imagen del hombre que sacrifica la vida por la obra

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