La Vanguardia

El gorrión de corral

- Julià Guillamon

Hace unos años, el fotógrafo Grifell construyó una torre en lo alto de la colina. De esta manera pasa los meses de invierno en el pueblo, en el piso que tiene sobre la tienda, y el verano en la torre, como un personaje de Santiago Rusiñol. Las ventanas están rodeadas de una cenefa de piedra artificial, con relieve, como si fuera piedra de verdad: parece el Castillo de Nunca Jamás. Siguiendo la moda del comer sano y como antes, en el patio de atrás, junto a la barbacoa (decorada con las mismas baldosas de piedra artificial), ha montado un gallinero, con un par o tres de pollos y cinco o seis gallinas. Dentro de este gallinero, he descubiert­o una especie que creía extinguida: el gorrión de corral.

El gorrión del corral es un gorrión que ha entrado en un corral, no se sabe exactament­e cómo, porque la tela no está agujereada, ni se ha desprendid­o ni desenclava­do por ninguna parte. La puerta está cerrada y el gorrión corre por dentro. A estas horas es el pájaro más feliz del mundo, cerca de la comedora que, antes de marcharse a la tienda de fotografía, el señor Grifell ha llenado de pienso compuesto (a los gorriones les gusta más el pienso que el maíz, porque correspond­e más a su tamaño). Puede que no llegue a hincarle el pico, ¡pero está tan cerca! Le da igual que los pollos lo amenacen con los espolones de las patas, y que corra el riesgo de que las gallinas le picoteen la cabeza (¡y que le saquen un ojo!). Si el señor Grifell ve que se come el pienso de sus animales entrará en la jaula y le correrá a escobazos. Y aunque ni los pollos le claven los espolones, ni las gallinas el pico y el señor Grifell no acierte con la escoba, está dentro de una jaula, construida con listones y una tela metálica gruesa, de la cual no puede huir si no se dejan la puerta entreabier­ta cuando vengan a limpiar. Va saltando del suelo al techo, y de allí a la casita donde duermen las gallinas, con un aleteo nervioso y continuo. Otra vez al techo y, del techo, otra vez al suelo. No existe prisionero más feliz que el gorrión de corral. Y no puede decirse que nadie le haya engañado: ha entrado solo y no saldrá de allí a pesar de que no llegue a pellizcar ni un copo de pienso ni un grano de maíz.

Cerca de la casa hay un acebuche, con las ramas llenas de gorriones. Quince o veinte de ellos se aventuran en vuelos cortos, se quedan prendidos de la reja con las uñas, en un ataque de ansiedad. Cuando pasas por delante, huyen de nuevo al acebuche y desde allí no pierden detalle de lo que pasa en la jaula. Junto al gallinero, los propietari­os han puesto un contenedor (el estercoler­o de las antiguas casas de campo) con cortezas de sandía y pieles de tomate frotado, que el señor Grifell o sus hijas darán mañana a las gallinas, que se lo comen todo. La visión de la basura excita aún más al rebaño. Aunque el gorrión de corral no ha sacado nada positivo de su hazaña, le envidian y se cambiarían por él ahora mismo. Qué triste es la vida del gorrión.

El gorrión de corral es un gorrión que no se sabe exactament­e cómo ha entrado en el corral

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