La Vanguardia

MÚSICO ESPAÑOL DE ORIGEN KURDO

¿Hay algún ser humano en el mundo, sólo uno, que pueda decir que nunca será un refugiado?

- Gani Mirzo

El músico Gani Mirzo logró estudiar en el conservato­rio del Liceu cuando era un inmigrante sin papeles en Barcelona. Hoy, obtenida la nacionalid­ad española, el autor de Kampo Domîz alza su voz para pedir humanidad con los refugiados.

Una flor de otra tierra, que se trasplanta aquí, enraíza aquí, crece aquí y descubre aquí otras primaveras, ¿sigue siendo una flor de otra tierra?

Bruce Springstee­n canta en Dead man walking: “He oído a los ángeles hablando, hablando, hablando / Ahora soy un hombre muerto caminando, caminando, caminando”.

Los ángeles comenzaron a hablar en el restaurant­e Narin, en la calle Tallers, en Ciutat Vella, donde los kurdos Amina Hussein y Gani Mirzo explicaron que narin significa en su lengua rosa. Esta pareja, que tardó años en regulariza­r su situación desde su marcha de Siria, vivió en el mismo limbo jurídico en que ahora están los casi 800 solicitant­es de asilo que ya están en Barcelona, a la espera de que las autoridade­s decidan qué hacer con ellos.

Esperando, esperando, esperando. Caminando, caminando, caminando.

La charla siguió en Sant Celoni, en el Vallès Oriental, en las casas de Dijana Delic y Šifa Suljic. Durante la guerra de los Balcanes, unas 2.500 personas de la ex-Yugoslavia hallaron refugio en Catalunya y 400 se quedaron entre nosotros, como estas dos bosnias. Dijana se ha casado con un catalán, Jordi. Ambos son padres de un torbellino maravillos­o, Omar, de 7 años. Šifa llegó con una niña de once meses, Azra, y tuvo aquí a Anel, que hoy tiene 12 años.

Y los ángeles siguieron hablando en la oenegé Disctricte 11 City to City por boca del barcelonés Manuel Vila, que explicó las historias de Andrej, Ámor Amorovic, Suada Kapic, el general Jovan Divjiak, el matrimonio Softic, los hermanos Kasumagic y otros héroes anónimos.

Todos los personajes de este drama coral señalan que las crisis migratoria­s nunca acabarán mientras las guerras sean un negocio. Una historia con aspiracion­es moralizant­es dejaría la moraleja para el final, pero esto no es una historia con aspiracion­es moralizant­es. Es un grito. Así que hay va la moraleja, casi al princi-

“La vida parecía normal, en la calle te cruzabas con personas, no con diferentes credos”

“Y, de repente, el mundo se hundió y me encontré con mi hija en brazos y sólo un pañal” El marido de Šifa sobrevivió a la guerra, pero no a los traumas. La pareja se separó años después de volver a ser padres en Catalunya. Ni Šifa ni sus dos hijos han obtenido aún la nacionalid­ad española.

pio: si lo único que tienes es un pequeño bote de jarabe, compártelo, porque eso te puede salvar.

“No hay nadie que pueda decir que nunca será un refugiado”. Šifa Suljic, una mujer triste y preciosa, era el 6 de abril de 1992 una madre de 21 años, a la que sólo le preocupaba la tos ferina de su hija de tres meses. Los rumores crecían en Sarajevo, pero nada hacía presagiar la guerra. “La vida era normal. En la calle te cruzabas con personas, no con diferentes credos religiosos. A nadie le interesaba la religión del vecino”. Y de repente todo eso cambió. El bebé no mejoraba y el día que lo tuvo que llevar en brazos al hospital descubrió que tenía que atravesar la avenida de los francotira­dores. Disparos, muertos, granadas a un lado y otro de la calle.

Sarajevo está rodeada de montañas y los serbios se habían apostado en los picos más altos, donde actuaba su artillería pesada. Šifa necesitaba antibiótic­os, medica- mentos y un pediatra para su hija. Pero sólo tenía un botecito de jarabe para la fiebre. Vivió en sótanos y donde pudo. Regresar a su casa no era seguro. Intentó que la evacuaran una primera vez, pero los autobuses no salieron. “Dejad vuestras cosas aquí, mañana las recogeréis”, les dijeron.

Pero no hubo un mañana. Šifa perdió toda la ropa que había podido meter en una maleta y se quedó con lo puesto. Con lo puesto, un pañal de tela, un botecito de jarabe y su hija en brazos. Ni siquiera disponía de jabón para lavar el pañal. Intentó que las evacuaran a Macedonia, pero no tenía la fortuna que costaba el pasaje del autocar. Su marido se había enrolado en la milicia bosnia (“o me muero de hambre o me voy a luchar”, le dijo) y ella se resignó a quedarse bajo el volcán, sola con su hijita. Y entonces se produjo el milagro y logró la última plaza que quedaba libre.

Porque los milagros existen. El músico kurdo Gani Mirzo, un virtuoso del laúd e investigad­or mu- sical, abanderado de la fusión de melodías étnicas orientales con el flamenco y el jazz, lo descubrió en el 2013 en el infierno. O uno de tantos: el campo de refugiados de Domîz, en el Kurdistán iraquí. Por entonces ya se hacinaban allí más de 40.000 supervivie­ntes de la barbarie en Siria. Hoy son muchos más. Gani Mirzo –que no logró que España le concediera asilo político y que vivió seis años en Barcelona con miedo y sin papeles hasta que obtuvo el permiso de residencia y más tarde, en el 2009, la nacionalid­ad española– sintió la necesidad de ir a Domîz para hacer algo por su pueblo.

De aquel viaje surgió un disco benéfico, Kampo Domîz. En la portada se ve la foto en blanco y negro de una niña descalza. La arena le quemaba porque la temperatur­a era de más de 50 grados pero tenía las zapatillas en las manos y soportaba el fuego bajo sus pies porque las sandalias eran el milagro. Las había convertido en sus muñecas, su único juguete, el antídoto contra el horror.

Pero para encontrar esos antídotos hay que ser un niño y lo primero que pierden los refugiados es la infancia. Dijana Delic, de 34 años, que habla un catalán y un castellano perfectos, mira a un lado y a otro mientras se toma un refresco en un döner kebab de unos amigos paquistaní­es, junto a la plaza del Ayuntamien­to de Sant Celoni. Muskan, de cinco años, que acaba de aterrizar en España gracias al programa de reagrupami­ento familiar, es la hija pequeña del propietari­o del negocio. Sólo habla urdu e inglés y no se separa de sus padres, pero cuando ve a Dijana la abraza y se va con ella, como si la conociera de toda la vida. Es normal. Un hilo invisible las une. De hecho, Muskan y Dijana son la misma persona. Niñas expatriada­s.

Esta mañana Dijana ha discutido en el bar con un señor que decía mientras miraba la tele: “Vendrán de fuera para echarnos a nosotros”. Ella, muy vergonzosa, tuvo que superar su timidez para echarle en cara: “Si usted estuviera en su piel, no pensaría igual”. Nada se escapa a su mirada. Una dependient­a trata de abrir la persiana de una juguetería, pero no encuentra las llaves. “No las busques en el bolso. Las tienes en la cerradura”. Es una costumbre de su niñez, cuando tuvo que aprender a estar pendiente de todo.

Tenía 13 años. Vivía en Doboj, a las afueras de Sarajevo. El 5 de abril se fue con su tía de vacaciones. Quince días en Croacia, creían. Pero el mundo se hundió. Adiós niñez. Un año y medio sin saber nada del resto de su familia. Durante esos 18 meses asesinaron a su tío. Madrid tiene las trece rosas. Doboj tiene los treinta amantes. Treinta musulmanes a quienes la guerra sorprendió fuera intentaron regresar para rescatar a sus madres y esposas. Un día, un serbio, amigo de la infancia de su tío, fue a ver a la abuela de Dijana y le dijo: “He venido muchas veces como huésped. Hoy regreso para decirte que hemos matado a tu hijo y a 29 más como él. Y, si no os vais, os mataremos también a ti y a tus hijas”.

“¿Ir adónde?”, se pregunta

“Nosotros somos de Qamishlo, cerca de Kobani, la ciudad de Aylan, el niño ahogado”

“El padre de ese niño ya no quiere asilo porque ahora su ‘patria’ es la tumba de su hijo” Amina estudia tercero de Periodismo en la Universita­t Pompeu Fabra. Gani, que durante años hizo colas interminab­les en el Gobierno Civil para regulariza­r su situación, no ha podido cumplir su sueño de vivir sólo de la música y regenta un restaurant­e en Ciutat Vella

“El otro día mi hijo me dijo que si yo soy bosnia y su papá catalán, qué era él”

“Y yo le respondí: ‘Eres una persona, hijo mío’ y la contestaci­ón le pareció muy bien” Su hijo Omar y su marido, Jordi, forman parte de la familia catalana de Dijana, pero su otra familia –como la de los afortunado­s que tuvieron la suerte de sobrevivir a la guerra– está ahora repartida por medio mundo: Suiza, Alemania, Australia, Estados Unidos...

Amina Hussein, la mujer de Gani Mirzo. La pareja procede de Qamishlo, la capital del Kurdistán sirio. Muy cerca está Kobani, la ciudad de Aylan, el niño de tres años, cuya muerte sacudió conciencia­s en Europa. Y todo por “una foto insoportab­le”, como dijo la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau. Aylan, su madre y su hermano de cinco años murieron ahogados en la travesía a la isla griega de Kos. La familia había intentado infructuos­amente pedir asilo en Turquía y Canadá. Ahora los dos países tienden la mano al padre, el único supervivie­nte, “que ya no quiere la ayuda y sólo quiere estar junto a tres tumbas, su nueva patria”, explica Amina.

Siria, un drama dentro del drama. La dictadura hereditari­a de Hafez y Bashar sl Asad, a quienes los yihadistas del Estado Islámico pueden convertir en el mal me

nor, retiró la nacionalid­ad a los kurdos. Imposible salir del país o cosas tan sencillas como registrar la compra de un coche. Amina huyó con un pasaporte falso. Catalunya, donde hacía años que había llegado el que sería su marido, Gani, no reconoció su condición de refugiada y apátrida. Las autoridade­s sirias negaron que hubiera kurdos sin documentac­ión. Algo parecido dijo Franco cuando la Gestapo le preguntó qué hacer con los españoles atrapados en la Francia ocupada por las tropas nazis: “No hay españoles fuera de España”. De cabeza a los campos de exterminio.

Es la historia interminab­le de la humanidad. Tragedias y heroicidad­es. A Manuel Vila no le gus- tará leerlo, pero es un héroe. Funcionari­o de carrera del Ayuntamien­to de Barcelona y exgerente de Nou Barris, Pasqual Maragall le encargó que construyer­a un puente entre Barcelona y Sarajevo. Aquel puente se llamó Distrito 11 y fue el germen de la oenegé que hoy promueve este hombre valiente, ciudadano de honor de Sarajevo, donde conoció a otros muchos valientes. Como Andrej, el artista plástico que tras los acuerdos de Dayton y la paz en Bosnia-Herzegovin­a cambió el “fumar mata” de las cajetillas de tabaco de la marca Drina por la leyenda “olvidar mata”.

O Ámor Amorovic, responsabl­e del mayor banco de ADN del mundo. Sólo en Srebrenica murieron 8.372 personas y 2.000 están pendientes de localizar e identifica­r, un drama que debería conmover a España, también con muchos muertos en las cunetas que reclaman un entierro digno.

O Suada Kapic, que elaboró la Guía de superviven­cia de Sarajevo, para que sus conciudada­nos aprendiera­n a cultivar huertos en los balcones o a fabricar radios.

O como los Softic, que vivían en primera línea del frente y alojaron a Manuel Vila en una habitación segura con un balazo en la ventana. Ella es ginecóloga. Y él, informátic­o. Durante los 1.367 días del asedio fue a trabajar con corbata. “¿Qué sentido tiene que vayas a trabajar a una fábrica sin energía?”, le preguntó. Y él respondió: “El general dice que hay que mantener la normalidad”.

El general era Jovan Divjak, que organizó la defensa de la ciu- dad con un puñado de soldados y todos los obreros que pudo reclutar. Las nuevas autoridade­s bosnias premiaron su abnegación enviándole a la reserva tras la paz porque no es musulmán. Y entonces él creó la fundación Obrazovanj­e gradi BiH (la educación construirá Bosnia-Herzegovin­a).

Estas personas u otras como ellas son las que vendrán de fuera para echarnos. Personas que nunca imaginaron que tendrían que irse de Bosnia. De Siria, Libia, Eritrea, Afganistán, Ucrania...

Omar, que se llama así en honor de un tío al que nunca conocerá, pregunta: “Mamá, si tú eres bosnia y papá catalán, ¿yo qué soy?”. Y su madre dice: “Una persona”. Dijana ha vuelto en muchas ocasiones al que fue su país y la tierra le tira “cada día más”. La primera vez que la acompañó, a Jordi, su marido, le chocó el cartel de un centro comercial: “Prohibido llevar armas”.

Aquel bebé con tos ferina es hoy una brillante políglota, una chica que domina seis idiomas: bosnio, catalán, español, inglés, francés y chino. Tiene 23 años. Su madre era aún más joven cuando un jarabe les salvó la vida. Lo descubrió cuando la dejaron subir a un autocar a pesar de no tener el dinero. La mujer del conductor era otra madre con un hijo enfermo a la que días antes le había regalado la mitad del medicament­o.

De esta o de cualquier tierra, las flores necesitan en todas partes lo mismo. Tierra. Son seres vivos. Tan bellos. Tan frágiles.

 ??  ?? Una razón sencilla. Amina, junto a su marido, dice que sólo las madres que ven más seguridad en el mar que en la tierra se atreven a embarcarse con sus hijos
Una razón sencilla. Amina, junto a su marido, dice que sólo las madres que ven más seguridad en el mar que en la tierra se atreven a embarcarse con sus hijos
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La hora de la humanidad. Azra y su madre, Šifa, en casa, con un reloj con el mapa de Bosnia
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 ??  ?? Una familia como tantas. Dijana posa ante un mural de la localidad de Sant Celoni, en el Vallès Oriental, donde vive con su hijo, Omar, y su marido, Jordi
Una familia como tantas. Dijana posa ante un mural de la localidad de Sant Celoni, en el Vallès Oriental, donde vive con su hijo, Omar, y su marido, Jordi

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