Política e historia
Cuando narramos algún episodio de nuestra vida, por irrelevante que sea, casi siempre omitimos algún aspecto, añadimos un matiz y destacamos cierto perfil, de forma que el relato quede embellecido y nuestra figura ensalzada. Lo mismo sucede habitualmente con la historia –memoria colectiva– de los pueblos y naciones, que suele presentarse realzada para promover la cohesión y generar consenso entre los ciudadanos. Pero, en ocasiones, se va más allá y se incurre en el uso político de la historia, dando otro paso en su manipulación, al falsearla e instrumentalizarla con el objetivo de justificar un conflicto, dotar de sentido a ciertas diferencias y vilipendiar a un demonizado enemigo. Pero no es de esta perversión de la que hoy deseo hablarles. Su factura suele ser tan burda, tan poco fiables sus autores, tan romo su interés y tan grotesco el resultado, que más vale permitir que se perpetre sin respuesta esta impostura a enfrentarse a ella con razones. Objetarla sería tanto como otorgarle un mínimo de respetabilidad de la que por sí carecen tanto la tarea como sus autores.
De lo que hoy quisiera hablarles es del olvido de la historia. Escribe Tony Judt ( Sobre el olvidado siglo XX) que “apenas hemos dejado atrás el siglo XX, pero sus luchas y sus dogmas, sus ideales y sus temores ya están deslizándose en la oscuridad de la desmemoria”, lo que provoca “la perversa insistencia contemporánea en no comprender el contexto de nuestros problemas actuales […]; en tratar activamente de olvidar más que de recordar; en negar la continuidad y proclamar la novedad en todas las ocasiones posibles”. En esta nuestra prisa por dejar atrás el siglo XX hemos olvidado la amenaza siempre latente de que todo enfrenta- miento puede degenerar en una confrontación violenta; el difícil equilibrio que hizo posible en Europa el Estado de bienestar; la necesidad de concebir la política pública más allá de un economicismo estrecho; y la exigencia de afrontar de una forma intelectualmente solvente –racional– los problemas colectivos. Así las cosas –se pregunta Judt–, “¿podemos estar seguros de que este remanso de paz, democracia y libre mercado (en que vivimos) va a permanecer durante mucho tiempo?”. Puede por ello concluirse que “de todas nuestra ilusiones contemporáneas la más peligrosa es aquella sobre la que se sustentan todas las demás: la idea de que vivimos en una época sin precedentes, que lo que está ocurriéndonos ahora es nuevo e irreversible y que el pasado no tiene nada que enseñarnos”.
Esta idea es absolutamente falsa. Porque es cierto que la historia no se repite pero si existe continuidad en todo su desarrollo, cuyos episodios fundamentales perduran en forma de experiencia acumulada que resulta imprescindible para valorar el presente y racionalizar el futuro. De ahí que resulte siempre un error hacer borrón y cuenta nueva con todo el pasado para comenzar otra vez desde cero, como si nada antes hubiese ocurrido y nosotros fuésemos como Adán el primer día en el Paraíso. Este adanismo –el pasado no existe y, si existe, ha sido por entero un error, una desgracia, un dolor– constituye la explicación más profunda del radicalismo de todos los proyectos rupturistas, cuyo perfil no queda completado sin hacer referencia a su otra nota característica: la negación del adversario, transmutado pronto en enemigo. Sólo importan y cuentan los nuestros, los que comulgan con el canon; todos los demás – los otros– terminan por ser odiados, en el bien entendido de que el odio es siempre la culminación del desprecio.
Decía Churchill que, para ser político basta con dos condiciones: saber historia y ser prudente. Lo que casi constituye una tautología, pues sólo puede ser prudente quien tiene experiencia, y el conocimiento de la experiencia colectiva sólo lo proporciona la historia. De ahí que deba desconfiarse como imprudente de aquél que rechaza con una negación absoluta y sin paliativos todo el pasado, pues es imposible que se dé, en cualquier trayectoria humana, la encarnación del mal absoluto. Todo es siempre matizable y es de estos matices de donde se pueden extraer argumentos para negociar y llegar a un acuerdo con el adversario. La historia, como la vida, no es un cómic de buenos y malos, con aventuras
Debe desconfiarse como imprudente de aquel político que rechaza con negación absoluta todo el pasado
lineales y desenlace inexorable en el que siempre ganan los buenos, que –¡cómo no!– son los nuestros. La historia es compleja, permanentemente revisable, sin dogmas ni verdades absolutas. Y tiene como una de sus mayores enseñanzas la de hacernos relativizar los acontecimientos pretéritos, las situaciones actuales y los proyectos futuros.
Cuándo un dirigente político se presenta ante sus conciudadanos, dondequiera que sea, con la pretensión de encarnar a todo el cuerpo social –como si de una unión hipostática se tratase–, ofrece un futuro espléndido sin continuidad con el pasado histórico –que es objeto de rechazo total– y prescinde de la posible respuesta de los otros –que son desdeñados como irrecuperables–, entonces se está a punto de entrar en una zona de turbulencias.