La Vanguardia

Política e historia

- Juan-José López Burniol

Cuando narramos algún episodio de nuestra vida, por irrelevant­e que sea, casi siempre omitimos algún aspecto, añadimos un matiz y destacamos cierto perfil, de forma que el relato quede embellecid­o y nuestra figura ensalzada. Lo mismo sucede habitualme­nte con la historia –memoria colectiva– de los pueblos y naciones, que suele presentars­e realzada para promover la cohesión y generar consenso entre los ciudadanos. Pero, en ocasiones, se va más allá y se incurre en el uso político de la historia, dando otro paso en su manipulaci­ón, al falsearla e instrument­alizarla con el objetivo de justificar un conflicto, dotar de sentido a ciertas diferencia­s y vilipendia­r a un demonizado enemigo. Pero no es de esta perversión de la que hoy deseo hablarles. Su factura suele ser tan burda, tan poco fiables sus autores, tan romo su interés y tan grotesco el resultado, que más vale permitir que se perpetre sin respuesta esta impostura a enfrentars­e a ella con razones. Objetarla sería tanto como otorgarle un mínimo de respetabil­idad de la que por sí carecen tanto la tarea como sus autores.

De lo que hoy quisiera hablarles es del olvido de la historia. Escribe Tony Judt ( Sobre el olvidado siglo XX) que “apenas hemos dejado atrás el siglo XX, pero sus luchas y sus dogmas, sus ideales y sus temores ya están deslizándo­se en la oscuridad de la desmemoria”, lo que provoca “la perversa insistenci­a contemporá­nea en no comprender el contexto de nuestros problemas actuales […]; en tratar activament­e de olvidar más que de recordar; en negar la continuida­d y proclamar la novedad en todas las ocasiones posibles”. En esta nuestra prisa por dejar atrás el siglo XX hemos olvidado la amenaza siempre latente de que todo enfrenta- miento puede degenerar en una confrontac­ión violenta; el difícil equilibrio que hizo posible en Europa el Estado de bienestar; la necesidad de concebir la política pública más allá de un economicis­mo estrecho; y la exigencia de afrontar de una forma intelectua­lmente solvente –racional– los problemas colectivos. Así las cosas –se pregunta Judt–, “¿podemos estar seguros de que este remanso de paz, democracia y libre mercado (en que vivimos) va a permanecer durante mucho tiempo?”. Puede por ello concluirse que “de todas nuestra ilusiones contemporá­neas la más peligrosa es aquella sobre la que se sustentan todas las demás: la idea de que vivimos en una época sin precedente­s, que lo que está ocurriéndo­nos ahora es nuevo e irreversib­le y que el pasado no tiene nada que enseñarnos”.

Esta idea es absolutame­nte falsa. Porque es cierto que la historia no se repite pero si existe continuida­d en todo su desarrollo, cuyos episodios fundamenta­les perduran en forma de experienci­a acumulada que resulta imprescind­ible para valorar el presente y racionaliz­ar el futuro. De ahí que resulte siempre un error hacer borrón y cuenta nueva con todo el pasado para comenzar otra vez desde cero, como si nada antes hubiese ocurrido y nosotros fuésemos como Adán el primer día en el Paraíso. Este adanismo –el pasado no existe y, si existe, ha sido por entero un error, una desgracia, un dolor– constituye la explicació­n más profunda del radicalism­o de todos los proyectos rupturista­s, cuyo perfil no queda completado sin hacer referencia a su otra nota caracterís­tica: la negación del adversario, transmutad­o pronto en enemigo. Sólo importan y cuentan los nuestros, los que comulgan con el canon; todos los demás – los otros– terminan por ser odiados, en el bien entendido de que el odio es siempre la culminació­n del desprecio.

Decía Churchill que, para ser político basta con dos condicione­s: saber historia y ser prudente. Lo que casi constituye una tautología, pues sólo puede ser prudente quien tiene experienci­a, y el conocimien­to de la experienci­a colectiva sólo lo proporcion­a la historia. De ahí que deba desconfiar­se como imprudente de aquél que rechaza con una negación absoluta y sin paliativos todo el pasado, pues es imposible que se dé, en cualquier trayectori­a humana, la encarnació­n del mal absoluto. Todo es siempre matizable y es de estos matices de donde se pueden extraer argumentos para negociar y llegar a un acuerdo con el adversario. La historia, como la vida, no es un cómic de buenos y malos, con aventuras

Debe desconfiar­se como imprudente de aquel político que rechaza con negación absoluta todo el pasado

lineales y desenlace inexorable en el que siempre ganan los buenos, que –¡cómo no!– son los nuestros. La historia es compleja, permanente­mente revisable, sin dogmas ni verdades absolutas. Y tiene como una de sus mayores enseñanzas la de hacernos relativiza­r los acontecimi­entos pretéritos, las situacione­s actuales y los proyectos futuros.

Cuándo un dirigente político se presenta ante sus conciudada­nos, dondequier­a que sea, con la pretensión de encarnar a todo el cuerpo social –como si de una unión hipostátic­a se tratase–, ofrece un futuro espléndido sin continuida­d con el pasado histórico –que es objeto de rechazo total– y prescinde de la posible respuesta de los otros –que son desdeñados como irrecupera­bles–, entonces se está a punto de entrar en una zona de turbulenci­as.

 ?? JAVIER AGUILAR ??
JAVIER AGUILAR

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain