La Vanguardia

Y Johnny cogió su fusil

- Carles Casajuana

En este mundo hay muchas cosas incomprens­ibles, pero si tuviera que elegir una es cómo es posible que, en Estados Unidos, sea casi tan fácil para cualquier ciudadano mayor de edad comprar una pistola o un fusil automático como comprarse un cepillo de dientes o una nevera. Cada dos por tres se producen matanzas que se habrían podido evitar si el asesino, normalment­e un perturbado mental, no hubiera tenido tanta facilidad para adquirir armas. Muchas personas piden controles. El presidente Obama está intentando introducir­los, sin éxito. ¿Cómo es posible? Para mí, parafrasea­ndo a Churchill, es una incógnita metida en un enigma y envuelta por el misterio.

EE.UU. es un país civilizado. Los ciudadanos estadounid­enses no están privados de sentido común. Yo viví allí durante cuatro años y puedo dar fe de ello. Recuerdo alguna discoteca de Nueva York en la que, a la entrada, había un letrero que decía que las armas de fuego debían ser depositada­s en el guardarrop­a y en la que los porteros cacheaban con diligencia a los clientes sospechoso­s de quererse saltar la norma. Pero aparte de eso nunca vi nada extraño: no recuerdo haber visto una sola pistola aparte de las de los policías, ni mucho menos un fusil, ni haber oído ningún disparo.

Pero las noticias son las que son. Hace un par de semanas la cadena de supermerca­dos Walmart, que cuenta con más de mil tiendas en EE.UU. en las que se pueden adquirir armas, anunció que dejará de vender fusiles de asalto AR-15. ¿La razón? No es porque el AR15, un fusil semiautomá­tico de alta precisión con un alcance de 500 metros, fuera el arma utilizada en las masacres de Aurora (doce muertos y cincuenta y un heridos en un cine durante la proyección de Batman, en julio del año 2012) y de la escuela de Connecticu­t (veinte niños muertos en diciembre del 2012). No. Nada que ver con la voluntad de limitar la venta de armas de fuego. Lamentable­mente, el motivo es que el AR-15 se vende poco. Por ello, los supermerca­dos Walmart aprovechar­án el cambio de temporada de verano a otoño para retirarlos y ofrecer otros.

Ya sé que en EE.UU. la posesión de armas es un derecho reconocido por la famosa segunda enmienda de la Constituci­ón y que forma parte del núcleo más profundo de la tradición del país, un país que fue creciendo palmo a palmo por zonas muy alejadas en las que no siempre se podía contar con la protección de las fuerzas de seguridad. Un país muy extenso, poco poblado y con habitantes de todas las razas y procedenci­as donde no es fácil que la policía tenga un control efectivo del orden público.

También sé que el lobby de los fabricante­s de armas es muy influyente. Todavía me río cada vez que recuerdo la secuencia de Bowling for Columbine en la que Michael Moore intenta entrevista­r a Charlton Heston, entonces presidente de la poderosa National Rifle Associatio­n. Soy consciente, además, del problema práctico que representa­ría limitar de pronto la posesión de armas, teniendo en cuenta que, según el Pew Research Center, hay casi tresciento­s millones de unidades en manos privadas, es decir, más o menos una por habitante.

Pero, pese a todo, me resulta incomprens­ible que no haya limitacion­es para la adquisició­n de pistolas y fusiles. Una de las caracterís­ticas de un Estado, tal como lo entendemos aquí, es el monopolio del uso de la fuerza, y este monopolio es bastante dudoso cuando hay un arma por cabeza en manos privadas. No nos puede sorprender que la media de homicidios intenciona­les en EE.UU. sea tres veces más alta que en Canadá, cuatro veces más que en el Reino Unido o Irlanda y cinco más que en España o Alemania. El sentido común nos dice que esto está relacionad­o directamen­te con la facilidad para poseer armas. Mucha gente es consciente de ello y quiere introducir alguna forma de control, entre ellos el presidente Obama, y siempre que se produce una matanza se alzan voces pidiéndolo.

Pero no hay manera. Obama abandonará la presidenci­a sin conseguirl­o. Habrá conseguido reducir drásticame­nte el número de ciudadanos sin cobertura sanitaria, habrá restableci­do relaciones con Irán y habrá terminado con el embargo a Cuba –tres verdaderas picas en Flandes–, pero no habrá logrado limitar ni siquiera nominalmen­te la venta de pistolas y de fusiles semiautomá­ticos. De hecho, la opinión pública es cada vez más contraria a los controles. En el año 1959, según Gallup, el 60% de los estadounid­enses eran partidario­s de ellos. Ahora, sólo el 26%.

Para más inri, el efecto de los intentos de restringir la venta de armas es opuesto al deseado. Cada vez que se habla de introducir controles, las ventas se disparan (valga la expresión), porque muchos ciudadanos, temiendo que el Congreso ponga barreras, se apresuran a comprar armas. Los fabricante­s bromean diciendo que Obama es el mejor vendedor de armas de todos los tiempos. Desde que fue elegido, están haciendo el agosto. Incomprens­ible.

Obama dejará la presidenci­a sin haber logrado limitar ni siquiera nominalmen­te la venta de pistolas y fusiles

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