La Vanguardia

Comida sin ondas

- Pedro Madueño

Poco después de ser nombrado director del museo Reina Sofía de Madrid, en junio del 2009, Manuel Borja-Villel me comentó que quería cambiar la norma que prohibía hacer fotografía­s en el centro. “El arte está para compartirl­o y divulgarlo”, dijo. Y así fue, porque desde entonces se pueden hacer fotografía­s.

Y si se pueden hacer fotos de obras de arte, ¿por qué prohibir hacer fotos de un plato de comida? De un plato. ¿Nos hemos vuelto locos?

Divulguen la cocina, la alta y la baja, las espumas y el cocido, hagan macro y micro fotografía de los platos, utilicen los filtros de su móvil para realzarlas y darles un toque de originalid­ad, mándenlas a sus amigos antes de que se enfríe la comida... No una, sino dos o tres. Y los comentario­s correspond­ientes, para dar envidia sana. Publicite el restaurant­e, claro que sí. Capte junto a su pareja ese sublime momento, pídale al camarero que haga un paréntesis en su tarea y les haga una foto. Retire las sillas que sean necesarias para mejorar el encuadre. Invada impunement­e el espacio de la mesa de al lado para tener un mejor ángulo.

Y en el transcurso de la ingestión de tan emocionant­e condimento, añada un watsap para dejar constancia de que está exquisito. Si lo está de verdad o no es lo de menos. Lo importante es contarlo.

No prohíban, señores restaurado­res, fotografia­r los platos que con tanto esmero y sentido de la estética han elaborado. ¿Acaso no es la mejor forma de empezar a degustar un plato con el sentido de la vista?

Por favor, inviten a sus clientes a dejar cámaras y móviles a la entrada del restaurant­e, bien guardados en un armario con llave. Pero no para impedir el preciado trofeo de llevarse en el móvil algo valioso y totalmente gratis, sino para hacer prevalecer algunos valores a tener muy en cuenta en un restaurant­e: el derecho a comer y dejar comer tranquilo, conversar con la pareja, compartir un tiempo entre padres e hijos, alargar la tertulia hasta más allá del café y, de paso, librarse de llamadas impertinen­tes que estropeen ese maravillos­o momento de la comida.

Y es que no hay nada más triste que ver a una pareja sentada a una mesa cada uno con su móvil, whatsappea­ndo vaya usted a saber con quién. Eso sí que tiene delito.

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