AMIGO Y AMULETO
Pasan de las seis cuando entra un hombre gordo y expansivo, como si se hubiera tragado el corazón de treinta hombres alegres. Lleva un reloj y un brazalete dorados, cuyo roce metálico se percibe incluso por encima de la bachata que nos ameniza la tarde. Saluda efusivamente al encargado y hablan de un partido, pero no averiguo el deporte.
Después se acerca a la mesa del gafe y le saluda con un golpe seco en la espalda, que el gafe acoge y absorbe con la elegancia de la antimateria. Se sienta enfrente y lo mira. Habla, pero no le oigo. Ráfagas de palabras, silencio. El gafe no responde. Ráfaga. Monosílabo. Silencio. Le coge la cara con las dos manos y le suelta una serie de bofetadas que basculan entre el afecto y la reanimación. Nada, mueca.
De repente se acaba la canción, y se crea un momento íntimo e incómodo. El gordo se levanta y mientras busca el siguiente disco en la máquina, grave y malhumorado, le dice: “Quita esa cara de muerto, sólo vuelves a casa”.
Ahora sí, el gafe responde, como si el silencio obligara, pero a penas pillo la primera frase: “Dirán que fracasé”. El resto de la conversación es bachata. Sólo un momento veo que el gafe se saca una cruz dorada de la pechera y la besa violentamente, en un gesto aprendido, como quien hace un juramento.
Y durante diez, doce, quince segundos, el mamut le libera los hombros. Momento que aprovecha para pedir otro cubo.