Hospitalidad
Se va el verano del 2015 sin una canción pegadiza y alegre y que invite a tararear sin pensar en nada. Este ha sido un estío de calor pegajoso en el que ha sonado el ruido ensordecedor de las malas noticias. Las imágenes del éxodo de pueblos enteros, la del camión de reparto de pavo en el que murieron 71 personas, cuya foro se publicó sobre esta columna la semana pasada, o la del cuerpecito inerte, inclinado en la orilla del mar, han convertido en pecaminosas las fotos de chiringuitos frente a la playa con paellas, sangría o helados en familia.
Hay momentos en que las vacaciones, o la misma gastronomía, resultan obscenos. Como lo resulta la pereza del adulto antes de volver al trabajo o la queja del niño que ha de forrar los libros y cargarlos de nuevo en la cartera. Pero siempre hay algo que invita a reconciliarse con la vida. Como atisbar la impaciencia de quienes quieren abrir las puertas de su casa a personas que han tenido que abandonar la suya.
La solidaridad siempre llega como una bocanada de aire fresco; más aún después de este tórrido verano. Y cae una en la cuenta de que la hospitalidad, esa palabra mágica, existe también en la gastronomía. Esta misma semana varios chefs barceloneses –conozco a pocos que no estén implicados en alguna causa justa– han cocinado juntos en el Liceu para recaudar fondos destinados al Casal del Raval. La hospitalidad está también en la sala de muchos restaurantes. La he visto hace unos días en la sonrisa de Roser Gironès sirviendo los platos en La Calèndula y recordando a uno de sus maestros de la hospitalidad, Juli Soler, que se marchó en julio. O en el gesto amable de Rie Yasui en el Sant Pau de Sant Pol, de Manel en el Miramar, de Elena Gascons en els Tinars o de Laia Cané en la Malcontenta. Amor por servir.