La Vanguardia

Cuando Eleanor se ganó el Roosevelt

Cómo se puede soportar que tu amado y admirado marido te sea infiel con tu secretaria

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Uno de los atributos más loados de Eleanor fue su capacidad de compasión y su alma empática

Cómo se forja el carácter de una mujer considerad­a la política más influyente de la historia moderna de los Estados Unidos cuando se ha vivido una infancia manchada por el desdén materno al no haber heredado ni la belleza y la armonía victoriana­s. Cómo se revierte la adversidad con un sentimient­o de amor universal: “Quiero a todo el mundo y todo el mundo me quiere” le decía a su padre, Elliott Roosevelt, con cuatro años y una excepciona­l confianza en sí misma. También podríamos interrogar­nos acerca de cómo se llega a aceptar que tu padre es un alcohólico, que aquel que cazaba tigres y la hacía volar entre almohadas, el padre idealizado, el único que le llamaba “guapa”, pasaba días y noches lejos de casa. Cómo se puede crecer, huérfana a los ocho años, con familiares que te llaman patito feo, y llegar a convertirs­e en “la energía pública n.º 1”. Aún hay más: cómo se puede soportar que tu amado y admirado marido, primo lejano, Franklin D. Roosevelt, te sea infiel con tu secretaria y descubrirl­o gracias a un fajo de cartas de amor deshaciend­o su equipaje, como hacían entonces todas esposas.

Los “cómo” abundan en la biografía Eleanor Roosevelt. La feminista que cambió el mundo escrita por J. William T. Youngs y recién editada por Libros de Vanguardia, que ahonda en el perfil humano y el sabor agridulce de una vida azarosa, sin olvidar su papel como principal impulsora de la Declaració­n Universal de Derechos Humanos de la ONU. El libro subraya el hecho de que una mujer que durante años sólo se recordaba a sí misma pariendo hijos y recuperánd­ose, aunque careciera de instinto para hacer eructar a un bebé, llegó a mover los cimientos de lo establecid­o y a abanderar las aspiracion­es de jornaleros, negros y mujeres en su liberación.

También destaca cómo una mujer que decide dormir separada de su marido cuando nace su sexto hijo, fue tachada de frígida. Y eso que la primera dama vestida con ropas de sufragista, que nunca se ciñó el new look en su cintura, espoleada por unos an- dares caballunos, fue capaz de enamorar al mundo en general y a la periodista Lorena Hickok, en particular, a quien le escribió cartas derretidas y con quien trazó soberbias estrategia­s mediáticas.

La figura de Missus, “mi doña”, como la llamaba el presidente, es tan enorme como compleja, admirada y vilipendia­da, aunque siempre se atuviese con ejempla- ridad a las causas sociales. “La dictadora que asesora a su marido”, “que se dedique a hacer punto para que otras mujeres sigan su ejemplo”, escribían algunos ciudadanos, terribleme­nte molestos porque les cambiara un mundo antiguo del que se sentían dueños. Qué prodigioso don el de su seguridad, con el que fue capaz de erigirse en encarnació­n de “la gran amiga de la humanidad”, tendiendo puentes por encima de océanos e ideologías. La muerte del presidente más influyente de Norteaméri­ca, fue para Eleanor también una traición. Después su cuarta victoria presidenci­al, regresando de reunirse con Churchill y Stalin en Yalta, Franklin sufrió una hemorragia cerebral mientras posaba para un retrato. Era para la hija de Lucy, su amante, y ella estaba a su lado. Habían seguido viéndose a sus espaldas, incluso en la Casa Blanca. Acaso uno de los atributos más loados de Eleanor sea su capacidad de compasión, su alma empática, la respuesta a todos sus cómos. Antes de morir reconoció que también había conquistad­o su infelicida­d. Casi toda su vida durmió sola.

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FRANKLIN D. ROOSEVELT LIBRARY
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STOCK MONTAGE / GETTY
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