Miedo, pánico y otras cobardías
El esfuerzo por convertir el 27-S en un acontecimiento de excepcionalidad cósmica ha triunfado. Para combatir la histeria plebiscitaria o apocalíptica hay soluciones extremas: hibernar o encerrarse en un convento que haya emitido una orden de alejamiento contra sor Lucia Caram o Teresa Forcades. Aún así, es posible que nos llegue el eco de una confrontación que a medida que pasan los días ceba el juego sucio de la dramatización y la espiral maximalista. Conviene, pues, recurrir a instrumentos infalibles, como la autoayuda, religión low cost de carácter ecuménico-terapéutico. ¿Que tienen en común la política y la autoayuda? Que tanto los políticos como los coach son especialistas, incluso cuando tienen las mejores intenciones, en decirle a sus clientes lo que necesitan oír. ¿Cinismo? No: empatía, una palabra que, por dignidad, nunca habrían pronunciado nuestros abuelos.
Tras una precampaña extenuante, la campaña oficial nos pilla con poca batería. Uno de los elementos que pretende imponerse, azuzado por fuerzas antagónicas, es el miedo. ¿Cómo combatirlo? Con la autoayuda. Para un coach o un candidato, el miedo es una oportunidad de negocio. En el panorama electoral confluyen tres tipos de miedo: al cambio, al fracaso y al éxito. Sobre el papel, el miedo al cambio es el más conservador. Se le atribuyen connotaciones cobardes e inmovilistas. El miedo al fracaso es un atajo argumental bri- llante para animar a los que han superado el miedo al cambio y empiezan a arrepentirse de haberlo hecho. Una vez has decidido abandonar el miedo al cambio, te puedes encontrar que, rodeado de idólatras del cambio, te pase por la cabeza la posibilidad de fracasar por todo lo alto. Entonces conviene racionalizar el pánico y etiquetarlo como miedo al fracaso, como si definirlo mejorara las cosas.
Y, finalmente, está el miedo al éxito. Sólo lo sienten los más decididos, que ignoran el miedo al cambio. Son los que nunca se han planteado el miedo a fracasar y que, ante el triunfo inminente, teorizan sobre la posibilidad de sentir cierto vértigo al alcanzar su objetivo.
Pero, entre la población, queda una minoría selecta de seres políticamente desvalidos capaces, a través de una empatía sobrenatural, de acumular todos los miedos imaginables. Tienen miedo al cambio, ya que desearían que el 27-S no incorporara el turbo plebiscitario. Pero como son resignadamente demócratas, también les da miedo que los que creen en la independencia fracasen y la derrota sea el pretexto para imponer más intransigencia, más crispación y más estupidez. Y también les da miedo que el independentismo triunfe con una mayoría lo bastante absoluta para imponer el reino de la complacencia cacofónica. Conclusión: aunque está muy desprestigiado, el miedo es una reacción perfectamente humana ante tantas temeridades ideológicas y retóricas sobrepuestas. ¿Cómo se puede combatir? Esperando lo peor. Ya lo decía Johan Nestroy: “espero lo peor de cada ser humano, incluso de mí, y raramente me siento decepcionado”.
En el panorama electoral confluyen tres tipos de miedo: al éxito, al cambio y al fracaso