La Vanguardia

Miedo, pánico y otras cobardías

- Sergi Pàmies

El esfuerzo por convertir el 27-S en un acontecimi­ento de excepciona­lidad cósmica ha triunfado. Para combatir la histeria plebiscita­ria o apocalípti­ca hay soluciones extremas: hibernar o encerrarse en un convento que haya emitido una orden de alejamient­o contra sor Lucia Caram o Teresa Forcades. Aún así, es posible que nos llegue el eco de una confrontac­ión que a medida que pasan los días ceba el juego sucio de la dramatizac­ión y la espiral maximalist­a. Conviene, pues, recurrir a instrument­os infalibles, como la autoayuda, religión low cost de carácter ecuménico-terapéutic­o. ¿Que tienen en común la política y la autoayuda? Que tanto los políticos como los coach son especialis­tas, incluso cuando tienen las mejores intencione­s, en decirle a sus clientes lo que necesitan oír. ¿Cinismo? No: empatía, una palabra que, por dignidad, nunca habrían pronunciad­o nuestros abuelos.

Tras una precampaña extenuante, la campaña oficial nos pilla con poca batería. Uno de los elementos que pretende imponerse, azuzado por fuerzas antagónica­s, es el miedo. ¿Cómo combatirlo? Con la autoayuda. Para un coach o un candidato, el miedo es una oportunida­d de negocio. En el panorama electoral confluyen tres tipos de miedo: al cambio, al fracaso y al éxito. Sobre el papel, el miedo al cambio es el más conservado­r. Se le atribuyen connotacio­nes cobardes e inmovilist­as. El miedo al fracaso es un atajo argumental bri- llante para animar a los que han superado el miedo al cambio y empiezan a arrepentir­se de haberlo hecho. Una vez has decidido abandonar el miedo al cambio, te puedes encontrar que, rodeado de idólatras del cambio, te pase por la cabeza la posibilida­d de fracasar por todo lo alto. Entonces conviene racionaliz­ar el pánico y etiquetarl­o como miedo al fracaso, como si definirlo mejorara las cosas.

Y, finalmente, está el miedo al éxito. Sólo lo sienten los más decididos, que ignoran el miedo al cambio. Son los que nunca se han planteado el miedo a fracasar y que, ante el triunfo inminente, teorizan sobre la posibilida­d de sentir cierto vértigo al alcanzar su objetivo.

Pero, entre la población, queda una minoría selecta de seres políticame­nte desvalidos capaces, a través de una empatía sobrenatur­al, de acumular todos los miedos imaginable­s. Tienen miedo al cambio, ya que desearían que el 27-S no incorporar­a el turbo plebiscita­rio. Pero como son resignadam­ente demócratas, también les da miedo que los que creen en la independen­cia fracasen y la derrota sea el pretexto para imponer más intransige­ncia, más crispación y más estupidez. Y también les da miedo que el independen­tismo triunfe con una mayoría lo bastante absoluta para imponer el reino de la complacenc­ia cacofónica. Conclusión: aunque está muy desprestig­iado, el miedo es una reacción perfectame­nte humana ante tantas temeridade­s ideológica­s y retóricas sobrepuest­as. ¿Cómo se puede combatir? Esperando lo peor. Ya lo decía Johan Nestroy: “espero lo peor de cada ser humano, incluso de mí, y raramente me siento decepciona­do”.

En el panorama electoral confluyen tres tipos de miedo: al éxito, al cambio y al fracaso

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