La Vanguardia

“iPhones en el maizal”

El futuro de Europa se cuela por los campos del sur de Hungría

- GUILLERMO CERVERA Roszke (Hungría). Servicio especial

“Es el pavoroso éxodo de una multitud barrida de su tierra como despojos de basura humana (...). Carne torturada, almas enloquecid­as”...

Así describió Gaziel desde el norte de Grecia para La Vanguardia, en noviembre de 1915, a la masa de refugiados serbios que huían del avance del ejército alemán. Como un golpe a la “conciencia moderna”.

Exactament­e un siglo después, en la misma vertical de Europa, el mismo golpe a la “conciencia moderna” pero con iPhone. Y no huyendo de los alemanes sino corriendo hacia ellos.

El futuro de Europa se cuela con GPS por los maizales de Hungría. Por la frontera con Ser- bia no paran de colarse refugiados con el móvil en sus bolsillos. Pisando pepinos y pimientos rojos, entran a Europa corriendo porque ya les llegan watsaps de que habrá una cumbre europea que cerrará fronteras, de que Budapest prepara un muro de Berlín pero al revés: para evitar que la gente entre.

Por estos maizales entraron el sábado 4.300 personas prove- nientes de Serbia, y se espera que en los próximos días lo harán otras 23.000. Corren antes de que se cierren las fronteras. La madrugada de ayer 34 murieron ahogadas frente la isla griega de Farmakonis­i. Quince eran niños.

Budapest tiene previsto aprobar mañana martes una nueva legislació­n que establece penas de entre uno y cinco años de prisión para quien cruce ilegalment­e su frontera. Y sigue acelerando la construcci­ón de una segunda valla que refuerce la alambrada ya existente a lo largo de 175 kilómetros de frontera con Serbia.

El croquis que les dieron a los refugiados al inicio del viaje se desmorona: si un naipe falla, todo falla. Es también un croquis político: saben perfectame­nte qué

decir, y cómo, en cada frontera.

De momento, sus móviles funcionan mejor que Europa. La valla húngara todavía no es la de Melilla: está llena de agujeros y entradas a modo de gatera, y es de alambre del malo.

Entre el maíz veo un grupo de cabecitas que me observan como gacelas, para ver qué hago, como esperando a que me vaya para salir corriendo y saltar a territorio Schengen. No saben que un kilómetro más allá todos entran tranquilam­ente por la vía del tren.

Pasan dos camiones militares. Les sigo para hacerles una foto.

–Corre, corre hacia allí, que allí tienes la foto –me dice uno de los soldados en un mal inglés–.

Veo a las gacelas correr hacia la valla. Unos cuantos pasan a Hungría y desaparece­n por los campos mientras otros, sorprenden­temente, aparecen corriendo hacia Serbia.

–¡Vais en dirección contraria! ¡Europa está por ahí! –les grito–.

Sonríen y no me hacen caso. Se los traga el maíz.

Todo ocurre sobre un inmenso campo de pimientos rojos con una pinta increíble, pequeños pero carnosos. Hungría está a sólo diez metros. Pillo unos cuantos pimientos y aparece un coche de la policía húngara. Me sorprenden con los pimientos. Un agente cachas, tatuado, con gafas de sol y malas pulgas me pide la documentac­ión. No sé si mi delito es haber cogido los pimientos serbios o cruzar la frontera por el maizal. Calculo que en la media hora que me tienen retenido, comproband­o mi nacionalid­ad española, se habrán colado decenas de almas de países lejanos.

Aparecen más refugiados. Uno de ellos me mira de reojo y se esconde de la cámara. Se llama Abdulah y es afgano. Habla un inglés casi perfecto. Tiene pinta de talibán: conozco sus miradas. Al preguntarl­e de dónde es me responde muy seco, para ver cómo reacciono, como dándome la orden de que no haga clic. Pero lo hago.

Cruza un grupo de familias sirias... Clic, clic...

– No photo, no photo... –me grita de mala manera un sirio con buen aspecto, exigiéndom­e que borre la fotografía.

–Esto es Europa. Tendrá que acostumbra­rse a la libertad –le respondo–.

Afganos y sirios llegan a un campo de girasoles casi secos, donde un puñado de policías húngaros, con sus todoterren­os, los cercan como si fueran ganado.

“Me parecía estar viviendo una de esas escenas milenarias de peste, de miseria y de terror que la conciencia moderna había execrado tanto, como si estuvieran relegadas para siempre jamás a las negruras bárbaras del medievo”, escribía Gaziel de los refugiados en 1915.

Oteando entre el maíz encuentro a Shaban Hasan, un kurdo con rostro de príncipe sumerio. Tiene 24 años y una sonrisa increíble. Es sirio de Kobane. Estudiaba Derecho en la Universida­d de Alepo y cubre su cuerpo con una manta dando a la escena un aire medieval. Escapa de la guerra. –Kobane sigue asediada por el Estado Islámico, nadie hace nada y la puerta de Europa está abierta. ¿Tú qué harías? –me dice–. –¿Tienes Facebook? –Claro –y saca su iPhone 5–. –¿Te has hecho selfies por el camino?

–Claro.

–¿Me las puedes pasar? –Claro. Todo virtualmen­te claro. El camino está sembrado de pimientos rojos, de mantas, de ropa, de botellas de agua vacías... y de las tarjetas de telefonía móvil que van gastando.

En las alambradas encuentro al resto del éxodo. Un éxodo que empezó con el mundo. Huyendo de la guerra, de la pobreza, de nosotros mismos. Buscando con ansiedad el placer que no conocemos, el iPhone que no tenemos, lo que sale en televisión, en las redes sociales o en el escaparate del sex shop que hay frente a la estación Keleti de Budapest: una rubia en sostén y bragas sonríe a dos afganos que la contemplan desde el otro lado del cristal. La mayoría son jóvenes, buscan la felicidad y la felicidad hoy se llama Alemania.

En los maizales húngaros, la gente cruza el cordón policial y se escabulle entre la agricultur­a. Otros esperan comiendo pipas de girasol. Otros desesperan y no hacen nada. El maíz y el caos dominan la escena. La policía no sabe qué hacer con ellos. Nadie da órdenes concretas y los refugiados lo saben. Saben que los europeos tardan en reaccionar. Saben que los egoísmos estatales juegan a su favor. Y que la pena también lo hace.

–¿En qué dirección está Alemania? –me pregunta uno que tiene problemas con el GPS–.

Le señalo la autopista que va hacia Budapest y, con su hijo en brazos, empieza a correr. Detrás le siguen mil almas más.

Corren desesperad­os hacia Europa. A la Europa que les va a dar cobijo. A la Europa que nos cuida a nosotros y nos protege de ellos.

“Estoy mal –me dirá Shaban cuatro días después, al llegar a Berlín–. Estoy cansado, enfadado, triste. Como perdido. No me gusta Europa”.

“Se me aparecía en los ojos la misma congoja –relataba Gaziel para La Vanguardia en 1915–, la tremenda congoja de despertar mañana nada más que para continuar el calvario, indefinida­mente...”.

 ?? GUILLERMO CERVERA ?? Shaban Hasan, un joven kurdo de Kobane, penetrando en territorio Schengen por los campos de maíz del sur de Hungría
GUILLERMO CERVERA Shaban Hasan, un joven kurdo de Kobane, penetrando en territorio Schengen por los campos de maíz del sur de Hungría
 ??  ?? 28 de agosto. Entrada a Macedonia desde Grecia
28 de agosto. Entrada a Macedonia desde Grecia
 ??  ?? 21 de agosto. En ferry de Lesbos al puerto de El Pireo, Atenas
21 de agosto. En ferry de Lesbos al puerto de El Pireo, Atenas
 ??  ?? 15 de agosto del 2015. En patera de Turquía a la isla griega de Lesbos
15 de agosto del 2015. En patera de Turquía a la isla griega de Lesbos
 ??  ?? 10 de septiembre. Llegada a Berlín tras pasar por Munich
10 de septiembre. Llegada a Berlín tras pasar por Munich
 ??  ?? 1 de septiembre. Cruzando Serbia en autobús
1 de septiembre. Cruzando Serbia en autobús
 ??  ?? 6 de septiembre. Tras entrar en Hungría procedente de Serbia
6 de septiembre. Tras entrar en Hungría procedente de Serbia

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