Una fórmula pretendidamente magistral
El Partido Laborista británico se ha ido a la izquierda, que es un espacio para recibir más aplausos que votos. Ya lo intentó tras la victoria de Margaret Thatcher. La Dama de Hierro llegó al 10 de Downing Street con un programa para revertir el declive del Reino Unido, que supuso la desregulación del sector financiero, la flexibilización del mercado laboral, la privatización de las empresas públicas y el recorte del poder de los sindicatos. Fueron medidas impopulares, que castigaron a los más desfavorecidos, pero consiguieron sacar al país adelante, hasta el punto de ser primera ministra durante tres mandatos. Los socialistas intentaron irse a la izquierda y acabaron en el precipicio. Su larga travesía hasta duró toda una generación: dieciocho años. Y tuvo que ser Tony Blair quien llevara a la formación a la centralidad (y al poder) con su tercera vía.
Como la memoria es débil y el malhumor efervescente, los laboristas han elegido a Jeremy Corbyn, de 66 años y 32 con un escaño en el Parlamento, para imponer nuevas políticas. Su victoria en el partido ha sido diáfana, con el 60% de los votos, recogiendo el apoyo de muchos jóvenes. Corbyn quiere inaugurar un nuevo modo de hacer política, por más que él no sea precisamente una novedad en el socialismo británico. El Partido Laborista emprende su huida del centro, lo que es celebrado por el líder conservador, David Cameron, aunque también hace tiempo que abandonó la centralidad. Corbyn, que no tiene coche sino bici, que no se ha casado una vez sino tres, que no terminó sus estudios superiores ni piensa hacerlo y que ha votado 500 veces contra su partido y hasta la próxima, tiene un programa radical, basado en oponerse a cualquier recorte del Estado de bienestar. Si Oscar Wilde murió festejando que había vivido por encima de sus posibilidades, Corbyn quiere que sus ciudadanos vivan como se merecen. Lo bueno de la utopía es que resulta regeneradora, lo malo es cuando uno se despierta del sueño.