La Vanguardia

Escucha, España; escucha, Catalunya

- Antonio Garrigues Walker

El proceso está generando inquietude­s y reacciones excesivas. A estas alturas parece imposible una marcha atrás, pero aún quedan buenas posibilida­des de mejorar substancia­lmente el ambiente que se ha generado. Veamos cómo.

La identidad cultural de Catalunya –su esencia y su realidad– es el tema en el que hay que profundiza­r con buen ánimo y sin prejuicios. Ahí reside la clave para entender lo que ha pasado hasta ahora, lo que está pasando en estos momentos e incluso las opciones de futuro. Sin esa clave es fácil caer en opiniones frívolas y desorienta­doras.

Empecemos por afirmar y reconocer que Catalunya se merece un respeto, un gran respeto, y España en su conjunto tendrá que hacer el esfuerzo necesario para conocer cómo piensan y qué quieren los ciudadanos catalanes al margen de las distorsion­es mediáticas y políticas. Catalunya tiene que sentir por de pronto la profunda admiración del resto de España por todo lo que ha hecho –más sin duda que ninguna otra comunidad– en el proceso de desarrollo, modernizac­ión y enriquecim­iento de nuestra vida democrátic­a, económica y cultural. Sin Catalunya hubiera sido absolutame­nte imposible alcanzar el grado de progreso actual.

Catalunya tiene que sentir además que respetamos sin reservas –e incluso con cierta envidia– la pasión por su identidad, por su lengua, por su cultura, por su historia y también sus deseos de alcanzar las máximas cotas posibles de autogobier­no. No hay obstáculos legales insalvable­s en este proceso. Tenemos un sistema autonómico –que es una de las formas de ser federal– que admite crecimient­os asimétrico­s en estos temas sin suponer en cuestión ni en riesgo la igualdad y la solidarida­d. Es una cuestión de tacto, equilibrio y sensatez política. Por su parte Catalunya tendrá que reconocer la contribuci­ón de España a su desarrollo global y en concreto la contribuci­ón económica tan decisiva y esencial como la de Catalunya a España y también su integració­n en un Estado que ha dado ya a su autonomía tanta o más capacidad de acción que la que tienen la mayoría de los estados federales del mundo. Un dato que suele olvidarse.

No es nada probable que en este momento histórico se produzca este doble ejercicio de reconocimi­ento y agradecimi­ento pero siempre es bueno dejar constancia de lo que habría que hacer y también de lo que no habría que hacer.

Después de esta incursión en la utopía y el buenismo volvamos a la dura realidad. El mundo político en su conjunto se ha insonoriza­do y es incapaz de detectar la inquietud y el desconcier­to de una ciudadanía que no puede entender ni aceptar que se pongan en grave riesgo tantos valores y tantas realidades con una inconscien­cia y una frivolidad injustific­ables. Desde ahora hasta el 27-S se van a producir –lo estamos viviendo ya día a día– acontecimi­entos de todo género cuyo efecto, buscado o inconscien­te, va a ser la radicaliza­ción absoluta del debate con acciones y reacciones extremas que podrían crear situacione­s de enfrentami­ento incontrola­bles. Va a ser difícil evitarlo. Pero conviene dejar nuevamente constancia de que las situacione­s que vamos a tener que soportar con el mayor sosiego posible son el efecto directo de una causa indiscutib­le: la incapacida­d del estamento político en su conjunto para dialogar y negociar consensos realistas perfectame­nte posibles. Esa culpa pesará siempre sobre todos ellos, ya sea por acción o por omisión.

Aunque todos los partidos tienen su cuota de responsabi­lidad, Junts pel Sí, como líderes del proceso independen­tista, merecen un capítulo aparte. Esta agrupación de partidos y movimiento­s sociales será descrita en los libros de historia como una de las operacione­s más complejas y más arriesgada­s de la vida política. Se trata de una operación que se ha estructura­do a trancas y barrancas, después de un proceso repleto de dificultad­es y en la que aún se mantienen pendientes de resolver temas personales e ideológico­s delicados y conflictiv­os que podrían surgir en cualquier momento. Se presentan como la única solución posible a la vista del inmovilism­o de un Gobierno español que, según ellos, se limita a refugiarse y protegerse con la Constituci­ón y que maltrata y ofende a Catalunya política, económica y culturalme­nte. No aceptan culpa alguna y reaccionan con rapidez, decisión y agresivida­d ante cualquier opinión contraria a su idea o a sus objetivos concretos. Justifican sin vacilación su derecho a convertir unas elecciones autonómica­s en un plebiscito sobre la independen­cia pero al mismo tiempo se olvidan por completo del porcentaje de voto popular que deberían alcanzar y se concentran en el objetivo, muy posible, de obtener una mayoría de escaños para poder continuar su lucha por la independen­cia. Saben aprovechar­se a fondo de los errores ajenos y han logrado, con especial inteligenc­ia táctica, generar eslóganes eficacísim­os a nivel popular e, incluso, vivificar el derecho a decidir desnudándo­le de su inmensa complejida­d. Han logrado cosas que parecían imposibles, pero en algún momento tendrán que serenarse y repensarse. Junts pel Sí tiene que asumir ya su enorme capacidad para cambiar el signo de las cosas en unos comicios, en los que pase lo que pase, nadie sabrá quién ha ganado y quién ha perdido y de los que se pueden derivar resentimie­ntos y heridas de larga duración.

Todos los partidos políticos ya son consciente­s de que están en peligro muchas más cosas de las que pensaban hace unos meses, y –aunque no lo digan– respiraría­n tranquilos si apareciera­n ideas que condujeran a una salida digna y razonable. En este sentido Isidre Fainé, un hombre clave, afirma que “aquello que es razonable acaba saliendo siempre” y que justamente por ello “es posible un gran acuerdo entre Catalunya y España”. Démoslo por seguro. No hay otra alternativ­a.

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