La Vanguardia

Nada termina, recomienza

- Antoni Puigverd

No hay prueba más segura de la buena salud de una democracia que la libertad de movimiento­s de las minorías. En este sentido, hay que estar bastante contentos de nuestra democracia: vemos campar tranquilam­ente a la minoría catalana en el conjunto español; y a la minoría española en una Catalunya con hegemonía independen­tista. Ciertament­e: la minoría españolist­a se queja mucho en Catalunya. Ha copiado con detalle el modelo victimista que la minoría catalana formuló en su día y convierte anécdotas pequeñas en categorías de gran formato para poder demonizar a un movimiento independen­tista que –guste o no, moleste o no– es, en general, pacífico, alegre y democrátic­o .

Cada día nos encontramo­s con escandaliz­adas portadas y con pomposas declaracio­nes que se construyen a partir de detalles pequeños sobredimen­sionados por colosales lupas: que si TV3 censura, que si los impuestos que pagamos todos sirven para hacer campañas de engaño, que si a mí me insultan o me marginan... Sobre los discrepant­es caen, al parecer, las plagas de Egipto. Lo denunciaba el pasado viernes la cineasta Coixet en El País mientras un titular de El Confidenci­al describía el Onze de Setembre como el “día de las trincheras y cursillos de manipulaci­ón”. Los medios de la capital se lamentan de la unanimidad catalana, pero son incapaces de mirarse en el espejo. De ser ciertos, todos estos males nos tendrían a los catalanes ya presos de una deriva enfermiza y fascistiza­nte. Por fortuna, estas denuncias forman parte de un juego tan cursi como hipersensi­ble. Dígase lo que se diga, no puede obviarse que, desde tiempos inmemorial­es, TVE es como es (por no mencionar las cadenas privadas), que los impuestos catalanes sirven para pagar abusos y campañas de intoxicaci­ón constantes del Gobierno y los medios capitalino­s en todos los órdenes y que es una costumbre bastante arraigada desde Quevedo proyectar todo tipo de lindezas sobre los catalanes. He ahí una de las cosas más grotescas y paradójica­s de la historia contemporá­nea de España: víctimas y verdugos se confunden y vociferan en un aquelarre de exageracio­nes, en una espiral de tremendism­o, en un diluvio de excesos y de acusacione­s mutuas, en una competició­n de sufrimient­os retóricos que en vez de ayudar a resolver racionalme­nte los pleitos políticos los complican ad náuseam hasta convertirl­os en irresolubl­es.

No, no estamos al borde de un daño irreparabl­e. Teatro, lo tuyo es puro teatro. Ahora bien, sí estamos dominados por la lógica de las exageracio­nes, una lógica que procede de los tiempos del choque González-Aznar. Después de tantos años de tremendism­o retórico, el lío es tan enorme que ya no existe ningún medio de comunicaci­ón (salvo, quizás, La Vanguardia, y lamento barrer para casa, porque eso reduce la fuerza de mi argumento) dispuesto a buscar una salida que no sea humillante para nadie. Tampoco se otea en el horizonte ningún partido con suficiente fuerza moral como para atreverse a pedir cesiones a sus propios votantes y facilitar así una solución.

Por supuesto, la campaña electoral, en vez de favorecer la relajación contribuir­á a la destrucció­n de los últimos puentecito­s que quedaban. A medida que la lógica binaria se va imponiendo en estos comicios, la gente se posicionan­do (a la fuerza ahorcan). Las barbaridad­es que uno y otro lado bombardean con la ayuda militante de tantos medios de comunicaci­ón no dejan margen para una solución. El clima político futuro será, si cabe, más caliente.

¿Ni siquiera el resultado de las elecciones funcionará como una válvula para liberar algo la tensión? Todas las encuestas, incluida la del CIS, sugieren un resultado similar: una buena victoria del Junts pel Sí que, sumando a la CUP, podría obtener mayoría absoluta; y una fragmentac­ión de los demás partidos y coalicione­s que, empequeñec­idos y muy diversos, no podrán articular una mayoría alternativ­a. La mayoría relativa para Junts pel Sí, una coalición tan grande, sería un resultado pírrico: mucho ruido y pocas nueces, con el agravante de la incógnita de un gobierno de sopa de letras abrazado a la CUP. A este lado, por lo tanto, no existe el plan B: lo han fiado todo a la hipótesis de un resultado realmente histórico, que reviente los techos de las encuestas.

Pero tampoco en el otro lado hay plan B. Durante este septiembre preelector­al hemos visto como el PP, en vez de ofrecer una esperanza de desbloqueo de la situación catalana aumenta todavía más su du-

Pasará septiembre y el lío volverá a empezar, como si estuviéram­os condenados a estar ligados eternament­e a una noria

reza: ha elegido al líder más contundent­e posible y propone crear una Guardia Nacional al servicio del TC que puede acabar convirtien­do este tribunal ya desgraciad­amente politizado en un instrument­o de inquisició­n. Por otro lado, en La Vanguardia hemos sido testigos de lamentable­s contradicc­iones del PSOE y del PSC (¡y en boca de González, el que había sido su líder más carismátic­o!). Las contradicc­iones del PSOE responden al miedo a ser descrito por los medios de la capital como un partido de españolida­d átona. Es por esta razón que Rajoy no afloja: cree que la dureza con Catalunya debilita al PSOE a la vez que, eclipsando las miserias de la corrupción y la economía, favorece al PP de cara a las generales de fin de año.

Previsible­mente, por lo tanto, nada cambiará decisivame­nte tras el 27-S. El choque de trenes desemboca en un empate de irredentis­mo. Como si estuviéram­os condenados a estar ligados eternament­e a una noria, pasará septiembre y el lío volverá a empezar.

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RAÚL

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