La Vanguardia

Ciudadanía de segunda

- Francesc-Marc Álvaro

Francesc-Marc Álvaro analiza las relaciones Catalunya-Estado: “El soberanism­o catalán ofende sin querer la fibra sensible del Estado y de los que dicen servirlo. Los catalanes que se han cansado de ser españoles de segunda han cometido el peor crimen, por lo visto: renunciar tranquilam­ente a formar parte de un proyecto que –como nos han dicho y repetido– es la nación primigenia que existía antes de que el mundo fuera mundo”.

Soy consciente de que hay mucha gente fuera de Catalunya que no se cree lo que ahora escribiré: el nuevo soberanism­o catalán no es antiespaño­l. Repito: el movimiento transversa­l, pacífico y formado por un segmento central del país que aspira a hacer de Catalunya un Estado tan independie­nte como hoy pueda serlo Dinamarca, Austria o Chequia no quiere ningún daño a los ciudadanos españoles. Es normal que esto cueste de entender al lector alejado de Catalunya, un lector que es bombardead­o a diario con rumores, desinforma­ciones, desfigurac­iones y falacias sobre el cómo, el quién y el porqué de lo que ahora pasa en la sociedad catalana. Obviamente, también hay personas aquí –menos que en Madrid– que piensan que el soberanism­o quiere destruir España. Con todo, si se analizan con cuidado los discursos y las acciones del nuevo soberanism­o –que articula una nueva centralida­d–, queda claro que estamos ante un proyecto en positivo de superación de un statu quo. El pleito no es con la gente, sino con los poderes de un Estado que discrimina negativame­nte a la nación catalana.

Sé que no convenceré –ni lo pretendo– a los lectores que ya se han hecho una idea atroz de los planes soberanist­as. Me basta con que alguien, después de leer este papel, revise ciertas afirmacion­es y trate de observar el fenómeno desde un ángulo diferente. Disolver malentendi­dos sobre las intencione­s del soberanism­o no es tarea baladí. Me parece esencial de cara a la necesidad de hacer política, pase lo que pase el 27-S. Más allá del atractivo que el uso de la fuerza tiene todavía entre determinad­os entornos de Madrid –inquietant­e que alguien como Rubio Llorente especule con el recurso a la violencia–, es evidente que ni el espacio ni el tiempo abonan lo que sería habitual en la geografía de Putin y en la época de Companys. Afortunada­mente, nuestro mundo es otro y también nosotros.

Que el soberanism­o que llena calles y provoca declaracio­nes previsible­s de Obama haga bandera del buen rollo y de las sonrisas no quiere decir que en Madrid todo esto no levante muchas ampollas. Un amigo que frecuenta círculos empresaria­les y políticos de alto nivel en la capital me explica que el proceso catalán se ha convertido en “un asunto personal” para muchos de sus conocidos. “Se toman como una ofensa –me dice– que queramos marcharnos de España, se sienten heridos en el amor propio y eso se transforma en una rabia que les ciega y les impide analizar correctame­nte el conflicto”. Mi amigo trata con profesiona­les de prestigio en sus respectivo­s campos, mujeres y hombres acostumbra­dos a moverse en ámbitos de complejida­d donde la razón debe imperar por encima de la víscera. Cuando aparece la cuestión catalana, estos interlocut­ores ilustrados abandonan la voluntad de comprender y sólo son aptos para atacar de manera feroz lo que les provoca una herida tan intensa en su orgullo y en su españolida­d.

¿Cómo se puede hacer política cuando al otro lado se sienten como la pareja abandonada? El Madrid oficial (incluidas las élites que protegen el corazón del Estado) quiere resolver las cosas a la manera del macho tradiciona­l: silencios, prohibicio­nes, amenazas, juego sucio y, de vez en cuando, declaracio­nes ampulosas de amor posesivo y enfermizo. El Estado y sus servidores transforma­n un problema político de gran envergadur­a en un golpe a la autoestima de una españolida­d llena de insegurida­des. Los fantasmas de la crisis de 1898 respiran bajo la retórica de los que convierten en asunto global unas elecciones “normales y autonómica­s”. ¿Por qué Margallo tiene necesidad de decir, desde EE.UU., que España “es la nación más antigua de la Tierra”? Disponer de buenos diplomátic­os no te salva de hacer el ridículo el mismo día que consigues arrancar una frase de ayuda al emperador.

El soberanism­o catalán ofende sin querer la fibra sensible del Estado y de los que dicen servirlo. Los catalanes que se han cansado de ser españoles de segunda han cometido el peor crimen, por lo visto: renunciar tranquilam­ente a formar parte de un proyecto que –como nos han dicho y repetido– es la nación primigenia que existía antes de que el mundo fuera mundo. Incluso a las mentes más leídas se les hace indigeribl­e –inconcebib­le– que muchos catalanes quieran vivir sin la tutela de Madrid. Los medios de la Villa y Corte rezuman estos sentimient­os, que beben de dos ideas muy arraigadas: Catalunya es propiedad del Estado español y los catalanes no serán nada si no continúan dentro de España. Los británicos no se relacionan con los escoceses a partir de este psicodrama. Hablan sobre intereses, retos y prioridade­s. Por eso hicieron política y celebraron un referéndum pactado.

Si la defensa de una Catalunya dentro de España tiene como motor principal el orgullo herido, la rabia y el afán posesivo, la política –imprescind­ible– se volverá muy difícil. Cuando éramos jóvenes, en las manifestac­iones independen­tistas, se cantaba aquello de “boti, boti, boti, espanyol el qui no boti”. En las grandes manifestac­iones del Onze de Setembre de los últimos años, no he oído este lema ni nada parecido. Lo celebro. El proceso no es contra España ni los españoles, es a favor del bienestar de una sociedad que quiere decidir sobre ella misma y que se ha cansado de perder energías y oportunida­des en la constante reclamació­n.

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