La Vanguardia

Vergüenza

- Josep Cuní

Hay días que nos incitan a sentir vergüenza de nosotros mismos. Y hace semanas que los estamos sufriendo. Demasiado tiempo asistiendo como espectador­es conmovidos al drama de los refugiados, entristeci­éndonos con imágenes indignas del llamado primer mundo, doliéndono­s de que la Europa de nuestros valores los ignore escondiénd­ose tras el velo burocrátic­o y la pugna lamentable entre estados que demuestran más desunión que interés.

Meses ya en los que el reparto de personas según cuotas, como si de carne a peso se tratara, esconde responsabi­lidades nacionales o comunitari­as que se lanzan como dardos entre gobiernos que se amenazan con impunidad sin que parezca regir más criterio que el discurso extremo del húngaro Viktor Orbán en contraste con el de Angela Merkel. Voz con mando en plaza la de ella, que también en eso se ha convertido en líder indiscutib­le. Y si antes se la castigaba por la dureza de la austeridad es de recibo agradecerl­e ahora la humanidad de sus criterios por mucho que también respondan a la necesidad de nuevos estímulos económicos para su país. Mano de obra acreditada en su mayoría de la

De aquella Europa exportador­a de valores sólo queda una foto, una imagen en sepia de su juventud

que Alemania se beneficiar­á porque es Alemania adonde buena parte de los migrantes desean llegar para quedarse y trabajar.

Mientras, algunos países de la ruta denigrante cierran fronteras, construyen muros, desenrolla­n espinos, controlan pasaportes, asustan a sus visitantes, los intimidan con mangueras de agua, los contaminan con gases lacrimógen­os y los encarcelan a centenares sólo por hacer camino al andar y no querer volver la vista atrás. Saben, pues, que hay un horizonte y no renuncian a él. Saben que sus esperanzas son superiores a sus frustracio­nes porque no hay mayor demolición física y emocional que los estragos de una guerra. Y lo saben porque un día les contaron las bondades de Europa. De aquella Europa.

Era cuando la comunidad se colgaba las medallas de sus valores fundaciona­les: respeto a la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, tolerancia, justicia, Estado de derecho, solidarida­d. Y negaba la discrimina­ción y la diferencia por origen, sexo y religión porque el continente no podía circular a dos velocidade­s como al final ha sido. Veo a niños llorosos, madres destrozada­s, jóvenes furiosos y padres ensangrent­ados que, para defender a familias amedrentad­as, se enfrentan a la violencia institucio­nal enmascarad­a con uniformes negros y cascos tintados. Estudiante­s atónitos, conocimien­to acumulado, exigencia de respeto. Lo observo conmovido, como usted, y viene a mi memoria aquella melodía de Charles Trenet que se preguntaba qué quedaba del amor, de los mejores tiempos, para concluir que de aquella Europa exportador­a de valores sólo queda una fotografía, una imagen en sepia de su juventud. Una vieja fotografía de lo que fue nuestra ilusión.

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