La Vanguardia

Política y prudencia

- Juan-José López Burniol

Buena parte de la filosofía política de la modernidad tiende a considerar que la acción política se puede reducir a un cálculo racional infalible si se deja iluminar suficiente­mente por los conocimien­tos que proporcion­an la ciencia y la filosofía. No lo creo así, quizá por mi formación jurídica. Aprendí de mi maestro de Derecho Romano –el profesor Álvaro d’Ors– que la justicia absoluta no existe, que sólo existe la justicia del caso concreto, expresada en la sentencia que emite el juez para resolverlo, por lo que puede llegar a admitirse que Derecho es –en última instancia, y nunca mejor dicho– lo que dicen los jueces. Porque la sentencia no es el resultado de la aplicación silogístic­a –mecánica, caiga quien caiga– de una norma al caso contemplad­o, sino la decisión que emite el juez tras haber valorado la singularid­ad del supuesto que tiene entre manos y haberlo subsumido prudencial­mente en la norma. De lo que se desprende –como insistía D’Ors– que la virtud jurídica por excelencia no es la justicia, sino la prudencia. Lo que ha dejado un rastro evidente en nuestro lenguaje: así, hablamos de jurisprude­ncia, jurisprude­ntes…

¿Qué es, entonces, la prudencia? Según los clásicos no es una ciencia ni un arte, sino una virtud consistent­e en aquella sabiduría práctica o capacidad, adquirida por la acumulació­n de experienci­as, que hace actuar en cada caso “según lo que es bueno o malo para el hombre” (Aristótele­s). Y, según Platón, la prudencia no se limita a ninguna actividad concreta, sino que se aplica a todas las actividade­s humanas. De ahí que la prudencia sea para los clásicos la virtud propia de los gobernante­s, por el amplísimo campo que abarca su acción.

Es aquí a donde quería llegar. El político ha de ser prudente. Sumamente prudente. Lo que significa que ha de tomar sus decisiones como hace un juez, valorando con sumo cuidado las circunstan­cias particular­es de cada caso concreto; no dejándose llevar por ideas preconcebi­das, precipitac­iones extemporán­eas y radicalism­os desnortado­s; y ponderando con rigor los efectos negativos y divergente­s de sus actos. Todo ello sin prescindir, como orientació­n general, de sus principios, que debe no obstante modular constantem­ente de acuerdo con las exigencias del interés general. En el bien entendido de que, si se prescinde de la prudencia, la política se torna inhumana, ya que no estará al servicio de las personas, sino de una idea a la que se coloca por encima de ellas en aras de una voluntad de constructi­vismo social, igualmente deleznable cualquiera que este sea.

La prudencia de un gobernante se mide fácilmente atendiendo a la posición en que se coloca respecto a la ley. De lo que resulta que tan imprudente es el que apuesta por infrin- girla frontalmen­te, como el que la utiliza como burladero. Quien está dispuesto a infringir la ley es imprudente porque olvida que toda ley democrátic­a tiene su origen último en un pacto social originario que, si se denuncia unilateral­mente, libera a la otra parte de su compromiso, por lo que la convivenci­a quedará sujeta tan sólo a la dialéctica de las fuerzas en presencia. Lo que beneficia al más poderoso, pues la ley es siempre –pese a todas sus imperfecci­ones– el último refugio y la postrera protección del más débil. Tan grave es esta desviación de quien opta por el incumplimi­ento de la ley, que sólo se explica por una desventura­da acumulació­n de soberbia, sensación de impunidad e impericia.

Tan imprudente, si no más, es la conducta de quien blinda su posición y sus intereses utilizando la ley como un blocao en el que se encierra para no mover ni una pieza y esperar a que escampe. Quien tal hace instrument­aliza el ordenamien­to jurídico, sin tener en cuenta que las leyes nunca son ratio scripta –es decir, un dogma–, sino que siempre han de ser interpreta­das según “la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamenta­lmente al espíritu y finalidad de aquellas”. Los hechos son tozudos: el ordenamien­to jurídico no puede desconocer­los, antes al contrario, ha de integrarlo­s, y para ello es preciso que la interpreta­ción de la ley sea flexible. Por eso sostengo desde hace muchos años que, en Derecho, el progreso pasa por la erosión de la norma imperativa. Y, para cerrar este apartado, debe añadirse que el enrocamien­to en la ley como táctica política toma su peor aspecto cuando se declina en los tribunales de justicia la resolución de graves conflictos políticos que nunca debieron llegar a sustanciar­se judicialme­nte.

Ambos tipos de imprudente comparten un mismo rasgo negativo, que es su absoluta reluctanci­a al diálogo. No es de extrañar. Ambos están encerrados con un solo juguete –el suyo– y no quieren que el otro ni tan siquiera se acerque al mismo para tocarlo, ni mucho menos para compartir el juego. Y una última reflexión, también aplicable a ambos casos: ser prudente exige, en muchas ocasiones, más coraje que ser imprudente. Para esto último basta, las más de las veces, con dejarse llevar por los acontecimi­entos o con quedarse quieto.

Si se prescinde de la prudencia, la política se torna inhumana, ya que no estará al servicio de las personas, sino de una idea

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