Política y prudencia
Buena parte de la filosofía política de la modernidad tiende a considerar que la acción política se puede reducir a un cálculo racional infalible si se deja iluminar suficientemente por los conocimientos que proporcionan la ciencia y la filosofía. No lo creo así, quizá por mi formación jurídica. Aprendí de mi maestro de Derecho Romano –el profesor Álvaro d’Ors– que la justicia absoluta no existe, que sólo existe la justicia del caso concreto, expresada en la sentencia que emite el juez para resolverlo, por lo que puede llegar a admitirse que Derecho es –en última instancia, y nunca mejor dicho– lo que dicen los jueces. Porque la sentencia no es el resultado de la aplicación silogística –mecánica, caiga quien caiga– de una norma al caso contemplado, sino la decisión que emite el juez tras haber valorado la singularidad del supuesto que tiene entre manos y haberlo subsumido prudencialmente en la norma. De lo que se desprende –como insistía D’Ors– que la virtud jurídica por excelencia no es la justicia, sino la prudencia. Lo que ha dejado un rastro evidente en nuestro lenguaje: así, hablamos de jurisprudencia, jurisprudentes…
¿Qué es, entonces, la prudencia? Según los clásicos no es una ciencia ni un arte, sino una virtud consistente en aquella sabiduría práctica o capacidad, adquirida por la acumulación de experiencias, que hace actuar en cada caso “según lo que es bueno o malo para el hombre” (Aristóteles). Y, según Platón, la prudencia no se limita a ninguna actividad concreta, sino que se aplica a todas las actividades humanas. De ahí que la prudencia sea para los clásicos la virtud propia de los gobernantes, por el amplísimo campo que abarca su acción.
Es aquí a donde quería llegar. El político ha de ser prudente. Sumamente prudente. Lo que significa que ha de tomar sus decisiones como hace un juez, valorando con sumo cuidado las circunstancias particulares de cada caso concreto; no dejándose llevar por ideas preconcebidas, precipitaciones extemporáneas y radicalismos desnortados; y ponderando con rigor los efectos negativos y divergentes de sus actos. Todo ello sin prescindir, como orientación general, de sus principios, que debe no obstante modular constantemente de acuerdo con las exigencias del interés general. En el bien entendido de que, si se prescinde de la prudencia, la política se torna inhumana, ya que no estará al servicio de las personas, sino de una idea a la que se coloca por encima de ellas en aras de una voluntad de constructivismo social, igualmente deleznable cualquiera que este sea.
La prudencia de un gobernante se mide fácilmente atendiendo a la posición en que se coloca respecto a la ley. De lo que resulta que tan imprudente es el que apuesta por infrin- girla frontalmente, como el que la utiliza como burladero. Quien está dispuesto a infringir la ley es imprudente porque olvida que toda ley democrática tiene su origen último en un pacto social originario que, si se denuncia unilateralmente, libera a la otra parte de su compromiso, por lo que la convivencia quedará sujeta tan sólo a la dialéctica de las fuerzas en presencia. Lo que beneficia al más poderoso, pues la ley es siempre –pese a todas sus imperfecciones– el último refugio y la postrera protección del más débil. Tan grave es esta desviación de quien opta por el incumplimiento de la ley, que sólo se explica por una desventurada acumulación de soberbia, sensación de impunidad e impericia.
Tan imprudente, si no más, es la conducta de quien blinda su posición y sus intereses utilizando la ley como un blocao en el que se encierra para no mover ni una pieza y esperar a que escampe. Quien tal hace instrumentaliza el ordenamiento jurídico, sin tener en cuenta que las leyes nunca son ratio scripta –es decir, un dogma–, sino que siempre han de ser interpretadas según “la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas”. Los hechos son tozudos: el ordenamiento jurídico no puede desconocerlos, antes al contrario, ha de integrarlos, y para ello es preciso que la interpretación de la ley sea flexible. Por eso sostengo desde hace muchos años que, en Derecho, el progreso pasa por la erosión de la norma imperativa. Y, para cerrar este apartado, debe añadirse que el enrocamiento en la ley como táctica política toma su peor aspecto cuando se declina en los tribunales de justicia la resolución de graves conflictos políticos que nunca debieron llegar a sustanciarse judicialmente.
Ambos tipos de imprudente comparten un mismo rasgo negativo, que es su absoluta reluctancia al diálogo. No es de extrañar. Ambos están encerrados con un solo juguete –el suyo– y no quieren que el otro ni tan siquiera se acerque al mismo para tocarlo, ni mucho menos para compartir el juego. Y una última reflexión, también aplicable a ambos casos: ser prudente exige, en muchas ocasiones, más coraje que ser imprudente. Para esto último basta, las más de las veces, con dejarse llevar por los acontecimientos o con quedarse quieto.
Si se prescinde de la prudencia, la política se torna inhumana, ya que no estará al servicio de las personas, sino de una idea