Es de este mundo
Emmanuel Carrère estará el marte en el Instituto Francés de Barcelona presentando Le Royaume, que Anagrama publica en castellano ( El Reino) y catalán ( El Regne, la espléndida traducción de Jordi Martín que he leído), un libro que osa aproximarse a los orígenes del cristianismo con las manos desnudas y las armas de un narrador del siglo XXI. Carrère, que nos había deleitado con El bigote, inquietado con El adversario y fascinado con Limonov, emprende un propósito tan utópico como inalcanzable: reseguir el periplo de los primeros cristianos a partir de las biografías de Pablo y Lucas. Lo hace desde la mirada de un narrador que se infiltra en las mentes de quienes participaron en la construcción del relato fundacional, nacido con Jesús y configurado décadas después en la Iglesia. Por eso, antes que nada establece su punto de vista, que es el de un narrador contemporáneo que disfruta del reconocimiento cultural (como escritor) y social (llega a ser jurado de un festival de cine tan glamuroso como el de Cannes). Carrère recorre a la autoficción para establecer desde dónde escribe. Aporta un pasado de creyente converso, un presente de agnóstico desacomplejado y una dedicación prolongada a los estudios bíblicos. No se ahorra episodios aparentemente extemporáneos que inciden lateralmente en el propósito central del libro: su experiencia truncada como guionista de una serie de televisión, la religiosidad radical de una familiar, la pornografía, las paranoias de su admirado Philip K. Dick, autor de ciencia ficción de creencias intensas...
El Reino es un monumento a la relectura. La desaparición del cuerpo de Cristo es el McGuffin que nos sumerge en las circunstancias históricas que lo rodearon. Pero la gran potencia de este ejercicio de crítica literaria que Carrère practica con las cartas de Pablo y el evangelio de Lucas es el edificio colosal que se ha construido sobre estas palabras. Nos viene a decir que la Iglesia no se construyó sobre la piedra de Pedro, sino sobre las palabras de Pablo. Algunos de los momentos más brillantes del libro me recuerdan un ensayo de finales de los noventa que Alejandro Gándara publicó también en Anagrama: Las primeras palabras de la creación. Carrère estudia pero no es un estudioso. Se autoimpone ejercicios draconianos, pero opta por las hipótesis de novelista. Durante todo el libro se debate entre los nebulosos límites entre la filología y la ficción. Cita sus fuentes y expone reiteradamente sus límites: no sabe griego, no es biblista, no quiere sentar cátedra. Pero da la sensación de que lo hace para curarse en salud, porque en realidad no se priva de soltar todas sus teorías sobre el escepticismo de Lucas (con quien se identifica) como si supiera griego, fuese biblista y quisiera sentar cátedra. Tal vez es lo máximo a lo que puede aspirar un narrador contemporáneo que relee las narraciones fundacionales que, veinte siglos más tarde, todavía dominan el relato de la cristiandad.
Nos viene a decir que la Iglesia no se construyó sobre la piedra de Pedro, sino sobre las palabras de Pablo