La mujer que eligió vivir de los versos
Zenobia Camprubí enamoró a Juan Ramón Jiménez por su risa que oía a través de la pared
Fue la única mujer, junto a Rosa Chacel, que dejó un diario escrito de la vida de la mitad del siglo XX
En las historias de amor, el inicio determina la bacteria. El bicho que resistirá o sucumbirá entre ambos. La anatomía patológica que unirá dos almas y dos cuerpos. “¿Cómo os conocisteis?”, preguntamos a las parejas imantadas. Los detalles del origen, su encuentro en la vida justo cuando se estaban buscando sin saberlo, marcarán todo lo bueno y lo malo por venir. No es de extrañar que la bacteria que unió a Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez fuera imposible de erradicar, imbatible a cualquier desaliento, ya sean las penurias económicas, las languideces del poeta triste, el exilio o la enfermedad. Porque Juan Ramón se enamoró de su risa a través de un tabique. El que separaba la austera pensión donde vivía de la casa de los Byne, un matrimonio norteamericano amigo de la familia de “la americanita”, como la apodaba Gómez de la Serna.
Zenobia era hija del ingeniero catalán Raimundo Camprubí y de Isabel Aymar, descendiente de una próspera familia puertorriqueña. Las fiestas sociales consistían en una debilidad de aquella joven trilingüe, bien educada y tocada de una luminosa curiosidad que había estudiado en la Universidad de Columbia. Un espíritu libre cuya risa atravesó la pared del poeta, sumido en sus ensoñaciones. Días después fueron presentados en la Residencia de Estudiantes. Él reconoció su risa sonora. También reconoció a la mujer de su vida.
Hay dos etiquetas que definen la personalidad de Zenobia: la de “mujer moderna” y la de “mujer en la sombra”. Que nadie crea que se logra ser el mejor poeta español, viviendo del verso y del caer la tarde, si no se es inmensamente rico, o no se tiene al lado un ángel. Zenobia ejerció de secretaria, traductora, representante y psicólo- ga de Juan Ramón. Se partió el pecho. Incluso le buscaba cursos y conferencias en universidades. “La mera compra de unas pastillas de menta, una botella de jerez o un lápiz rojo para subrayar les hace felices momentáneamente” ( Pasé la mañana escribiendo de Anna Caballé).
Casi 60 años después de su muerte aún seguimos tratando de desatar sus contradicciones. Co- mo el hecho de que una de las pioneras del feminismo español, íntima de las Victoria Kent, María de Maeztu... (las mujeres del Lyceum Club Femenino fueron las únicas españolas con las que logró entenderse), aceptase plegar su personalidad y talento a los de su marido. Fue un amor supremo. Una entrega colosal. Lo escribió claro: “El pusilánime, hipocondríaco, depresivo y neurasténico poeta se habría hundido en un pozo sin fondo (...) pero el día en que juntó su destino con el mío, cambió ese fin. Después de todo, yo soy en parte dueña de mi propia vida (…) En esta empresa nuestra, yo siempre he sido Sancho”.
Juntos tradujeron a Tagore, Shakespeare, Poe o Shelley. Pese a todo ella sentía que “sin una actividad razonable, por la noche se siente una como vacía de la propia personalidad”. Sobrellevaba con animosidad una vida nómada, aunque decía que en algunas ocasiones los dos, juntos, se despertaban sin saber en que lugar del mundo estaban.
Sus diarios poseen un valor incalculable, y aún por reconocer. Fue la única mujer, junto a Rosa Chacel, que dejó un diario escrito de la vida y la literatura de mitad del siglo XX. Pero su figura siempre ha sido glosada en relación al poeta. Por ello, la exposición se ha inaugurado esta semana en Córdoba, Zenobia Camprubí, en primera persona, reconoce la enorme diarista que fue –este otoño se publicarán sus hasta ahora inéditos Diarios de juventud–. La esperada reivindicación de la mujer que eligió fieramente vivir en los versos.