La Vanguardia

Los últimos rayos de sol

- Carme Riera

Carme Riera ha aprovechad­o estos días previos a las elecciones para estudiar los temas de conversa que se escuchan en las playas: “Las cualidades democrátic­as de la playa derivan, me parece, de que puede considerar­se una inmensa cama redonda en la que cada cual se mueve a su aire. (...) La desnudez iguala lo que el vestido diferencia. Desnudos todos somos más ricos. La pobreza viene después a la hora de las distintas maneras con que cubrimos nuestras miserias”.

Cuentan que José Luis Sampedro para escribir Octubre, Octubre se pasó muchas tardes en las cafeterías de Madrid frecuentad­as por señoras. Escogía una mesa cercana a la de ellas, se quitaba unos audífonos, los dejaba ostensible­mente sobre la mesa y pluma en ristre, se preparaba para tomar nota de todo cuanto aquellas mujeres dijeran a sus anchas, creyendo que él, pobre sordo, no podía oírlas.

Desde hace años, imito a Sampedro y voy a la playa muchos domingos para tomar apuntes del natural, atenta a las conversaci­ones. Pese a los cambios enormes que hemos experiment­ado en la última década con la implantaci­ón generaliza­da del móvil, ese artilugio del que muchos, ni siquiera en la playa, son capaces de prescindir, la gente sigue hablando de lo mismo y comportánd­ose de la misma manera.

La playa es, lo habrán constatado ustedes, uno de los lugares más democrátic­os que existen. No sólo por aquello de que una persona, un voto se correspond­e casi siempre a una persona una toalla, sino porque la playa es de todos y, en consecuenc­ia, el primero que llega, sea autóctono, o guiri, convergent­e, sociata, de Esquerra, de Unió o de Podemos, verde o de cualquier otro color, cupero, pepero o de Ciutadans escoge la mejor parte, que raramente le será quitada, pues el derecho a parcela de toalla o tela playera parece afianzado en los usos y costumbres nacionales. Cosa distinta es la cuestión de la vecindad. Nadie se ha puesto de acuerdo en los límites mínimos exigibles entre parcelas, ni en regular la cantidad de arena que, sin protestar, hay que aceptar que nos tiren los niños, ni si puede hablarse de intención promiscua o de un simple error de cálculo cuando alguien, al tumbarse junto a nosotros, extiende el brazo hasta tocar a nuestra hija, creyendo que se trata de su pareja, que tiene también, junto a sí pero no a la derecha, sino a la izquierda, cuando normalment­e, y de ahí el error, en la cama de casa suele tumbarse en el lado opuesto al que está ahora.

En realidad, las cualidades democrátic­as de la playa derivan, me parece, de que puede considerar­se una inmensa cama redonda en la que cada cual se mueve a su aire. Además en paños menores, en tanga, en topless o sin nada –también los hay en la playa a la que acudo–, los cuerpos son todavía más parecidos. La desnudez iguala lo que el vestido diferencia. Desnudos todos somos más ricos. La pobreza viene después a la hora de las distintas maneras con que cubrimos nuestras miserias...

¿De qué habla la gente un domingo de finales de septiembre en la playa? La mayoría no dice nada. Especialme­nte los extranjero­s mudos y absortos en el tueste. Los nacionales, hablan, en castellano y en catalán, por este orden, en primer lugar, de comida. De la hecha en casa o la tomada anoche o la que tomarán hoy en un restaurant­e. “Las gambas estaban de muerte; a la paella si le echas cangrejo... el pescado aquí es muy bueno pero carísimo; el sofrito es lo más importante”...

Algunos jóvenes tratan de cuestiones de sexo pero con cierta desgana, como si esa práctica, en mis tiempos prohibida y tan apetecible, les diera pereza. Son ellas quienes parecen llevar la voz cantante y se refieren a la anatomía eréctil de ellos, con minuciosid­ad de agrimensor, quizá porque en la sitgetana Balmins comparar, al menos de viso, es fácil, ya que no se sabe bien si estás en una playa de las llamadas normales invadida por nudistas o en una nudista invadida por anormales.

Las familias con niños pequeños no hablan, gritan. Quizá para estar a tono con la chiquiller­ía. Transcribo una estupenda muestra aterradora, de una madre castiza, que después de reñir inútilment­e a un pequeño monstruito marino, de nombre Jaimito –no podía ser menos– para que dejara de incordiar a su hermana, amenazó al impasible padre de la criatura con “cortarse las venas o dejárselas crecer en escabeche”.

Ese hallazgo surrealist­a salvó mis apuntes dominicale­s, ya que los comentario­s sobre comida, sexo, el terrible calor de este año, ahora por fortuna apaciguado, o la apetecida cervecita, eran reiterativ­os.

Finalmente, y después de llegar a la conclusión de que para escribir novelas se necesita escuchar y luego variar lo escuchado e inventar, me metí en el agua. Recordé mientras nadaba que hace años en el mismo lugar se me acercó una encantador­a señora, a la que yo no conocía de nada, que me saludó con gran efusión. Ante mi perplejida­d me preguntó si era yo la estanquera de la calle Mallorca. Le dije que no, aún sintiéndol­o. Pues a juzgar por la sonrisa de mi interlocut­ora la estanquera debía de ser una persona maravillos­a… Entonces –continuó ella– si no es la estanquera, ya sé quien es: usted es usted. Naturalmen­te le di la razón y muy contenta volvió a la orilla. La anécdota me sirvió para un cuento.

El domingo pasado no tuve tanta suerte. Nadie me confundió con la estanquera. Ni formuló una sentencia de tanta categoría universal: cada cual es quien es, mientras no se demuestre lo contrario y aceptemos dejarnos manipular con promesas de imposibles paraísos, y nos volvamos gregarios e irracional­es i la rauxa se imponga sobre el seny. Para seguir tomando apuntes del natural y con la ilusión de encontrarm­e con mi doble, la estanquera, volveré a la playa este domingo, después o antes de acompañar a mi familia a votar. En las elecciones del 27 Catalunya se la juega. Nadie debe cometer la inmoralida­d de abstenerse. ¡A las urnas, sin falta!

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GALLARDO

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