LA PUERTA DEL SUEÑO AMERICANO
La isla de Ellis, en Nueva York, conserva la memoria de la emigración.
Salvo la memoria, personal e intransferible, Gertrud Schneider aportó su recuerdo más querido, su teddy beard, la mascota de su gran aventura. Poco antes de dejar su Suiza natal, y siendo una niña, a Gertrud se le rompió su muñeca de porcelana. En su desconsuelo, su tío le regaló un oso de peluche. Con ese talismán llegó a Estados Unidos. Entre sus manos, con ese juguete se consoló mientras estuvo en Ellis Island, y su familia superaba las inspecciones para acceder al nuevo mundo.
En cuanto supo que en esa isla frente a Manhattan, cerca de la estatua de la Libertad, se montaba un museo, la mujer en que se convirtió la niña Gertrud consideró que ese era el mejor hogar para su compañero de peripecia.
Cómo iba a saber el oso de peluche que, una vez acomodado en las vitrinas, debería emprender otra mudanza. Así sucedió a finales del 2012. Este octubre hará tres años que el huracán Sandy castigó el litoral neoyorquino.
El museo de la inmigración, inaugurado hace 25 años sobre el recinto que ejerció como la principal estación de control y procesamiento de inmigrantes entre 1892 y las dos primeras décadas del siglo XX, permaneció clausurado hasta el otoño del 2013.
Las consecuencias aún se arrastran. “No entró agua al primer piso y ningún artefacto salió dañado”, señala el superintendente John Piltzecker. Pero matiza que el temporal destruyó en el sótano los sistemas eléctrico, de calefacción y refrigeración.
A las seis semanas de la tormenta certificaron que el dispositivo de control climático sólo funcionaba a ratos. “Decidimos sacar los objetos sensibles a la fluctuación de la humedad y la temperatura”, explica. La mitad de la colección (más de un millón de documentos y miles de objetos), emprendió la evacuación al almacén del National Park Service en Landover (Maryland).
La semana pasada empezó la “operación retorno” de las últimas 2.000 piezas, retrato material del recorrido de la inmigración en el país de los sueños. “Este conjunto nos recuerda que estos artefactos no son algo de nuestros ancestros que descubrimos en los libros. En estos objetos se palpan personas reales, que vinieron con ilusiones y esperanzas, que dejaron atrás a sus seres queridos. Por eso creo que son tan importantes para la historia”.
Quién habla, vestida con el uniforme verde oliva del servicio de parques federales, es Judith Giuriceo, comisaria de la exposición.
Es la que desvela la tribulación del peluche de Gertrud. También enseña pares de zapatos de niños. Unos son resistentes, de calzar a diario. Pertenecieron a críos llegados de Suecia o de Checoslovaquia. Otros son finos y suaves, claramente festivos, propios de chinos o griegos. “Algo tan delicado y ceremonial había de ser empaquetado y quererlo como un tesoro para traerlo”, comenta.
“Ellis Island está de regreso con toda la colección reunida”, remarca Stephen Briganti, presidente y director ejecutivo de la fundación que engloba la estatua de la Libertad y Ellis Island. “Estas piezas donadas por los ciudadanos hacen de la inmigración una experiencia de vida”, continúa Briganti, de 73 años.
Aunque trabaja para la fundación desde 1982. Briganti está conectado con la isla desde los inicios del pasado siglo. Entonces, por este enclave pasó su madre, Celeste. Siendo niña, salió con sus padres, Pasquale y Josephine, de Posillipo, cerca de Nápoles.
Tras restaurar la isla –las instalaciones cerraron en 1954–, en la década de los 80 empezaron las tareas para fundar un museo dedicado a la inmigración. Había un problema. Carecían de artefactos para su exhibición. “Publicamos un artículo y empezaron a recibir miles de objetos desde todos los rincones del país”, afirma.
Organizado a partir de la gran nave central, la extensa muestra se despliega por las galerías, cuya vista de la enorme sala resulta imponente. Unas fotografías ilustran el paso del tiempo, de cómo en ese espacio en el que se acumulaban los recién llegados, casi
El museo de la inmigración de Ellis Island, frente
a Manhattan, recupera su perfil a los tres años del huracán ‘Sandy’
La isla empezó como punto de control de inmigrantes y acabó de cárcel de espías El museo se amplía y también analiza el flujo de esclavos y el más reciente
enjaulados, a la espera de recibir el visto bueno –o no–, se transformó en el patio de un presidio. Era la época de la guerra fría.
Por aquí entraron doce millones de personas.
Se revisaba la salud y los papeles: si tenían familia de acogida, si disponían de dinero, sin carecían de antecedentes penales. “La idea era no aceptar a los indeseables, alejar a las prostitutas, a las personas sin moralidad, a los polígamos, a los pobres y mendigos”, señala el historiador (uniformado) Barry Moreno. Sólo rechazaron a un 2%, apostilla Giuriceo.
“Este fue un lugar de mucha ansiedad –añade la curadora–, un lugar de gran alegría para el 98% de los que vinieron, pero también una experiencia aterradora”.
El puerto de Nueva York, desde los años veinte del XIX, era el mayor del país y principal puerta de entrada. En 1890, ante la necesidad de controlar el flujo, una comisión gubernamental enviada desde Washington descubrió la isla de Ellis, según cuenta Moreno. A los dos años se abría la primera estación de supervisión.
“Consistió en una regulación económica, la manera de hacerse con mano de obra barata”, señala el historiador. En la Primera Guerra Mundial se adaptó como hospital para soldados gaseados en Europa. Después de la Gran Guerra, EE.UU determinó que no necesitaba tantos foráneos y estableció cuotas de entrada. Ahí está el origen de los visados.
La estación decayó en su uso. La irrupción de los fascismos y del nazismo provocó la huida de judíos, alemanes, italianos o españoles. Franklin D. Roosevelt no tenía una política de refugiados y los metían en Ellis como presos.
Registrado el ataque a Pearl Harbor, en 1941, esto se llenó de estadounidenses de origen japonés. Y así hasta que llegaron los espías del Telón de Acero.
“La popularidad del lugar se hundió –ilustra Moreno–, se transformó en un sitio oscuro y los que habían transitado por sus salas sentían vergüenza de su conexión con la isla”.
Hoy visitan el museo dos millones de personas al año. El museo ha buscado una perspectiva más global que trascienda al bucle del periodo 1892-1954. Ahora hay espacios dedicados a la inmigración pre Ellis Island (desde el siglo XVII), que se caracteriza por el carácter forzado del viaje: la esclavitud. Y también se recupera la narración a partir de los años 60, que es más aérea que naval.
“Todo esto nos habla de la humanidad de los individuos”, dice Giuriceo. En pleno debate sobre la inmigración, a no pocos políticos estadounidenses –país fundado por inmigrantes– les convendría pasear por estas galerías.
Ellis Island ilumina.