Entre el miedo y la épica
Desde que los jóvenes politólogos de Podemos irrumpieron en la escena política, no se había citado tanto a Antonio Gramsci. Es recomendable leer al teórico marxista, pero por si no dispone de tiempo, basta entrar en YouTube y, en dos minutos, dos, Pablo Iglesias le explicará la diferencia entre hegemonía y dominación. El concepto gramsciano de hegemonía no es sencillo y ha alumbrado diversas interpretaciones. Viene a decir que el proletariado sólo adquiriría la condición de dirigente cuando crease un sistema de alianzas de clase contra el capitalismo y el Estado burgués. La hegemonía es el predominio cultural, ideológico, intelectual e incluso moral que precede a la conquista del poder. La versión de Pablo Iglesias es más amena. La define como “el poder adicional del que goza el grupo dominante para hacer coincidir sus intereses con el interés general”. Si los gobernados confían en los gobernantes -añade-, no es necesaria la coacción ni la dominación. “Hay quien confunde votos con la hegemonía”, avisa Iglesias, que pone como ejemplo leyes del PP muy protestadas a pesar de estar amparadas por su mayoría absoluta. Como todo lo que toca Coleta Morada es viral, su explicación exprés ya ha recibido 34.000 visitas.
Pablo Iglesias no ha conseguido que el discurso de los indignados se impusiera en Catalunya con la misma intensidad con que ha calado en el resto de España. Él, como Rajoy, ha llegado tarde a estas elecciones. El independentismo –también como reacción indignada– se ha ido forjando como relato hegemónico en los últimos tres años y no se puede improvisar una alternativa en dos semanas. La preeminencia ideológica en una sociedad no se gana tampoco con amenazas. El tono agrio, desabrido y apabullante con el que el Gobierno de Rajoy se lanzó a difundir los costes de la aventura –que sin duda existen– ha sido contraproducente. Xavier García Albiol, que pertenece a la generación Star Wars, debe recordar a Yoda advirtiendo al niño que después se convertiría en Darth Vader: “El miedo es el camino al lado oscuro. El miedo lleva a la ira, la ira al odio y el odio al sufrimiento. Veo mucho miedo en ti”. Miedo cundió finalmente en la Moncloa, pero ya sin tiempo para reaccionar. Por primera vez en tres años, desde Madrid se presta atención a un fenómeno que habían tratado hasta ahora como una de esas molestias en la rodilla que tanto incordian cuando amenaza lluvia, pero que no parecen tan graves como para pasar por el quirófano.
El miedo sólo cedió el último día para dar paso a una apresurada declaración de amor. Un aquí-te-pillo-aquí-te-mato en forma de un vídeo que culmina con Rajoy pidiendo en catalán que sigamos juntos. El romántico instante tan largamente esperado ha acabado en revolcón rápido en un triste y sórdido cuchitril. El PP da por perdida esta batalla con tal de ganar la guerra de las generales. Para ello, aplicará disciplina y firmeza. Cunde la sensación en el Ejecutivo de Rajoy de que se le reprocha tibieza y debilidad ante el desafío catalán. El Gobierno impugnará cualquier declaración de soberanía y llevará a la Audiencia Nacional a cuantos funcionarios de la Generalitat intervengan en decisiones que considere fuera de la legalidad. Tensión máxima. ¿Se llegará a la inhabilitación de Artur Mas? “No es probable, no habrá tiempo”, dice un alto cargo del PP. Sólo después de las elecciones generales de diciembre, si Rajoy sigue en el poder, podría plantearse una reforma constitucional a la que el presidente es remiso porque estas cosas se saben cómo empiezan pero no cómo acaban...
Mas también considera las generales una segunda vuelta de las “plebiscitarias” de hoy. El president ha logrado imponer la hegemonía del discurso independentista y, si los resultados le acompañan, lo acentuará en los próximos meses. La operación Junts pel Sí ha sido un inteligente ejercicio de ingeniería política capaz de concentrar todo lo reprobable de nuestra sociedad en el exterior y de convertir ese axioma en el relato dominante. El president ha sido el candidato que más ha disfrutado de esta campaña (mención aparte del socialista Iceta). Se le ha visto aligerado de peso, incluso con descaro. Embriagado por la metamorfosis, como la novela de Zweig. Mas se ha entregado a la épica. Si el resultado es un fracaso, podrá compartir las culpas, si es un éxito, será presidente y miel sobre hojuelas. Repartirá responsabilidades de gobierno con ERC y avanzará en el plan independentista a la espera de que las generales abran –o no– una vía de diálogo. Mas tiene también por delante otra tarea de la que empezará a hablarse pasadas las dos citas electorales: desprender a Convergència de los últimos ropajes del pujolismo, darle otro nombre y señalar nuevos liderazgos. Más que una refundación, el president lo considera “un renacimiento”. Esta vez sí, Mas quiere matar al padre político y rehacer su obra. Al fin y al cabo, ha llegado mucho más lejos que su mentor. Sea cual sea el resultado de estas elecciones, en algún momento la épica deberá ceder paso a cierto realismo y el miedo a un punto de audacia. La sociedad catalana da muestras de una división notoria y, tanto si se impone hoy el independentismo como si se queda a las puertas, ya no es posible esconder la cabeza bajo el ala ni obviar el conflicto. La política y la negociación deberán imponerse. De lo contrario, será de aplicación aquel otro pensamiento gramsciano más accesible que el de la hegemonía: “Si golpeas tu cabeza contra el muro es tu cabeza la que se rompe, y no el muro”.
Por primera vez la Moncloa presta atención a Catalunya, como un dolor de rodilla que incordia cuando amenaza lluvia