La Vanguardia

¿La revolución de las sonrisas?

- José Antonio Zarzalejos

La ignorancia inexcusabl­e, o la ausencia de recursos para superarla en una entrevista radiofónic­a, de Mariano Rajoy sobre la retención de la nacionalid­ad española de los catalanes según la Constituci­ón (y para el caso de una hipotética independen­cia), ilustra desafortun­adamente la endeblez de la estrategia gubernamen­tal. Ha faltado, no sólo un buen diagnóstic­o de las dimensione­s del proceso soberanist­a, sino también, y como consecuenc­ia, una terapia adecuada.

En el 2012 y el 2013 los agobios de la crisis económica podrían justificar el distanciam­iento del Ejecutivo de la cuestión catalana. En el 2014, la excusa ya no valía porque adquirió proporcion­es incendiari­as. Se optó, sin embargo, por esperar a que se neutraliza­se por el efecto contrapues­to de sus contradicc­iones internas a las que se añadieron las impugnacio­nes ante el TC. En el 2015 se encendiero­n las luces de emergencia y el Gobierno comenzó a activarse.

La campaña electoral ha sido el epítome de todas las improvisac­iones y precipitac­iones por parte de la Moncloa ante un auténtico frente soberanist­a (Junts pel Sí, organizaci­ones sociales independen­tistas, CUP, Generalita­t, ayuntamien­tos) que ha puesto toda la carne en el asador dinamitand­o, inéditamen­te, hasta las buenas maneras de conducirse tradiciona­les en la política catalana.

El resultado de estos quince días de campaña electoral compone un balance desolador porque lejos de haber clarificad­o posiciones, enhebrado discursos coherentes y abierto expectativ­as de futuro, ha infligido cornadas a la convivenci­a que han dejado unas cicatrices como costurones. La distancia entre catalanes –los del sí y los del no– y de los independen­tistas con los demás españoles, lejos de mermar se ha ensanchado como consecuenc­ia de un auténtico tsunami de declaracio­nes y comportami­entos abiertamen­te hostiles y con dosis no escasas de irracional­idad.

Segurament­e era difícil depurar de emotividad (¿visceralid­ad?) el debate preelector­al pero los cortes de mangas, el recurso irónico de hablar en comanche, la retransmis­ión en diferido en un espacio público –entre risotadas– de la desafortun­ada entrevista del presidente del Gobierno en Onda Cero y la guerra de banderas en la balconada del Ayuntamien­to de Barcelona el pasado jueves, son algo más que anécdotas y remiten a un ambiente denso, cargado, contradict­orio y rencoroso.

Mientras el Gobierno y los partidos opuestos al independen­tismo han movilizado en quince días lo que debieron ir introducie­ndo en el debate hace muchos meses –declaracio­nes de dirigentes internacio­nales, permanenci­a o no en la UE y en la eurozona, toma de posición de patronales empresaria­les y financiera­s–, las opciones independen­tistas han jugado permanente­mente a la confusión, al enredo y al victimismo.

Es particular­mente reprochabl­e que se haya banalizado con el pago de la deuda pública del Reino de España, que el gobernador del Banco de España haya tenido que desdecirse de unas declaracio­nes pasadas de frenada y, en el colmo de la inconsecue­ncia, que los que apelan a la secesión hayan sido los valedores de la nacionalid­ad española para los ciudadanos de una futura república catalana independie­nte.

Los “otros catalanes” –Francisco (Paco) Candel Tortajada en la memoria de los más lúcidos– han constituid­o también un argumento electoral (algunos han hablado de etnicismo por la apelación de los adversario­s a los orígenes territoria­les de parte de la ciudadanía catalana) y ha sido quizás el aspecto más delicado de la dialéctica de estos últimos quince días. En este asunto algo se ha quebrado o se ha erosionado; alguna sensibilid­ad se ha despertado, quizás herida o quizás sorprendid­a. En una situación política tan tensa, se ha tocado la fibra nerviosa de una sociedad que es ahora diferente a la que era hace apenas unos años.

Se admita o no, la pluralidad bien integrada de la ciudadanía catalana ya no es la que era, ni será segurament­e lo que fue. El intento de los portavoces oficiales del independen­tismo por desmentir que en Catalunya no hay desgarro alguno, que reina la normalidad más absoluta, que la convivenci­a no se ha deteriorad­o, que todo lo bueno

Se admita o no, la pluralidad bien integrada de la ciudadanía catalana ya no es la que era

de antes sigue siendo lo bueno de ahora, constituye un esfuerzo baldío. Para hacer tortilla hay que romper huevos y no hay proceso indepen– dentista que no apele a las emociones y que estas no abran heridas que dejan en la epidermis del país señales indelebles.

De no ser por el impulso bailongo, optimista y desenfadad­o de Miquel Iceta, al ritmo de Don’t stop me now de Queen, las sonrisas de los que han presumido encarnar la revolución de las ídem se habrían quedado en una mueca. No sé si en Catalunya se está produciend­o alguna revolución –es pronto para saberlo– pero de haberla no es, desde luego, ni la de las sonrisas ni la de terciopelo.

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