¿La revolución de las sonrisas?
La ignorancia inexcusable, o la ausencia de recursos para superarla en una entrevista radiofónica, de Mariano Rajoy sobre la retención de la nacionalidad española de los catalanes según la Constitución (y para el caso de una hipotética independencia), ilustra desafortunadamente la endeblez de la estrategia gubernamental. Ha faltado, no sólo un buen diagnóstico de las dimensiones del proceso soberanista, sino también, y como consecuencia, una terapia adecuada.
En el 2012 y el 2013 los agobios de la crisis económica podrían justificar el distanciamiento del Ejecutivo de la cuestión catalana. En el 2014, la excusa ya no valía porque adquirió proporciones incendiarias. Se optó, sin embargo, por esperar a que se neutralizase por el efecto contrapuesto de sus contradicciones internas a las que se añadieron las impugnaciones ante el TC. En el 2015 se encendieron las luces de emergencia y el Gobierno comenzó a activarse.
La campaña electoral ha sido el epítome de todas las improvisaciones y precipitaciones por parte de la Moncloa ante un auténtico frente soberanista (Junts pel Sí, organizaciones sociales independentistas, CUP, Generalitat, ayuntamientos) que ha puesto toda la carne en el asador dinamitando, inéditamente, hasta las buenas maneras de conducirse tradicionales en la política catalana.
El resultado de estos quince días de campaña electoral compone un balance desolador porque lejos de haber clarificado posiciones, enhebrado discursos coherentes y abierto expectativas de futuro, ha infligido cornadas a la convivencia que han dejado unas cicatrices como costurones. La distancia entre catalanes –los del sí y los del no– y de los independentistas con los demás españoles, lejos de mermar se ha ensanchado como consecuencia de un auténtico tsunami de declaraciones y comportamientos abiertamente hostiles y con dosis no escasas de irracionalidad.
Seguramente era difícil depurar de emotividad (¿visceralidad?) el debate preelectoral pero los cortes de mangas, el recurso irónico de hablar en comanche, la retransmisión en diferido en un espacio público –entre risotadas– de la desafortunada entrevista del presidente del Gobierno en Onda Cero y la guerra de banderas en la balconada del Ayuntamiento de Barcelona el pasado jueves, son algo más que anécdotas y remiten a un ambiente denso, cargado, contradictorio y rencoroso.
Mientras el Gobierno y los partidos opuestos al independentismo han movilizado en quince días lo que debieron ir introduciendo en el debate hace muchos meses –declaraciones de dirigentes internacionales, permanencia o no en la UE y en la eurozona, toma de posición de patronales empresariales y financieras–, las opciones independentistas han jugado permanentemente a la confusión, al enredo y al victimismo.
Es particularmente reprochable que se haya banalizado con el pago de la deuda pública del Reino de España, que el gobernador del Banco de España haya tenido que desdecirse de unas declaraciones pasadas de frenada y, en el colmo de la inconsecuencia, que los que apelan a la secesión hayan sido los valedores de la nacionalidad española para los ciudadanos de una futura república catalana independiente.
Los “otros catalanes” –Francisco (Paco) Candel Tortajada en la memoria de los más lúcidos– han constituido también un argumento electoral (algunos han hablado de etnicismo por la apelación de los adversarios a los orígenes territoriales de parte de la ciudadanía catalana) y ha sido quizás el aspecto más delicado de la dialéctica de estos últimos quince días. En este asunto algo se ha quebrado o se ha erosionado; alguna sensibilidad se ha despertado, quizás herida o quizás sorprendida. En una situación política tan tensa, se ha tocado la fibra nerviosa de una sociedad que es ahora diferente a la que era hace apenas unos años.
Se admita o no, la pluralidad bien integrada de la ciudadanía catalana ya no es la que era, ni será seguramente lo que fue. El intento de los portavoces oficiales del independentismo por desmentir que en Catalunya no hay desgarro alguno, que reina la normalidad más absoluta, que la convivencia no se ha deteriorado, que todo lo bueno
Se admita o no, la pluralidad bien integrada de la ciudadanía catalana ya no es la que era
de antes sigue siendo lo bueno de ahora, constituye un esfuerzo baldío. Para hacer tortilla hay que romper huevos y no hay proceso indepen– dentista que no apele a las emociones y que estas no abran heridas que dejan en la epidermis del país señales indelebles.
De no ser por el impulso bailongo, optimista y desenfadado de Miquel Iceta, al ritmo de Don’t stop me now de Queen, las sonrisas de los que han presumido encarnar la revolución de las ídem se habrían quedado en una mueca. No sé si en Catalunya se está produciendo alguna revolución –es pronto para saberlo– pero de haberla no es, desde luego, ni la de las sonrisas ni la de terciopelo.