Más que palabras
La nueva agenda de objetivos contra la pobreza, problema de geografía transversal, se enfrenta al reto de una gran inversión
El alcalde de Los Ángeles, Eric Garcetti, ha declarado el estado de emergencia. Las alarmas han saltado debido al elevado número de personas que se hallan sin hogar.
La urbe californiana sufre un profundo y persistente problema de homeless o sintecho, con muchos ciudadanos –26.000 según la estimación oficial– durmiendo más en las calles que en los refugios dispuestos.
Esta epidemia se reitera, sin embargo, en las áreas urbanas en general de Estados Unidos. El trepidante incremento del coste de la vivienda y una recuperación económica muy desigual, en la que los salarios se han estancado a la baja, ha dejado a muchos a la intemperie.
Bill de Blasio, que se hizo con la vara de mando de Nueva York apelando combatir la dickensiana “historia de las dos ciudades”, ha visto como la pobreza ha ido a más. El pasado invierno se alcanzó un pico de 60.000 personas en los albergues, cifra que ha sido de 57.000 esta misma semana.
Una de las novedades que presenta la “histórica adopción de la Agenda 2030”, en palabras del secretario general de las Naciones Unidas (ONU), Ban Ki Mun, organización impulsora de esta guía para erradicar indigencia, es precisamente que nadie queda excluido. En los objetivos del Milenio, acordados en el 2000 y con un recorrido de quince años, el movimiento marcado era unívoco. La ayuda sólo se dirigía a los países en desarrollo. Ahora, en cambio, los ricos también se han de aplicar la receta.
No hay ricos y pobres, la pobreza es geográficamente transversal. Ni siquiera la mayor economía del planeta queda excluido de sus compromisos. “No somos la tierra de las oportunidades que nos creíamos y que otros muchos también creyeron”, sostiene el profesor y premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz en su último libro, The great divide (la gran división).
“Nos hemos convertido –prosigue– en el país avanzado con el más alto nivel de desigualdad y nos hallamos entre los que tienen los niveles más bajos en igualdad de oportunidades”. Sus palabra pasarían perfectamente como enunciados globales de los 17 objetivos marcados para el 2030.
El plenario de la ONU irrumpió el viernes en un sonoro aplauso al aprobarse por aclamación –en la primera sesión de la cumbre que se cierra hoy– la hoja de ruta que busca combatir la miseria, la desigualdad (incluida la de sexos) y la depredación del medio ambiente.
Después de la fiesta, la reflexión. ¿Servirá esto para que corporaciones y gobiernos tomen conciencia?
La organización Manos Libres, que se felicita por el acuerdo, no ha dejado de lado los puntos oscuros. Uno de estos es el “frágil nivel de compromiso de los estados con los objetivos de desarrollo será voluntario, y por tanto, su aplicación en cada país dependerá de lo que cada Estado considere”.
Otro asunto, matiza esta oenegé, es la adaptación que cada país haga de la agenda, “decidiendo qué objetivos abordar”, cuestión que amenaza uno de sus puntales: la universalidad.
El secretario general de Amnistía Internacional, Salil Shetty, sostiene que “los ciudadanos deben saber exactamente qué prometen sus gobiernos y qué hacen para poder pedirles cuentas”. Otros atisban sombras por la tremenda inversión que se requiere. La frágil recuperación económica pone en peligro ese esfuerzo.
La población de sintecho ha crecido de forma importante en todas las áreas urbanas de EE.UU.