Nostalgia de un calcetín
Uno de los primeros espectáculos de La Cubana consistía en una escena de celos que se desarrollaba en un balcón. Un actor que hacía de amante, sorprendido infraganti por el marido, se descolgaba medio desnudo hasta la calzada ante la estupefacción de un improvisado público que, a principios de los 80, aún no estaba acostumbrado al teatro callejero. Propuestas como las de La Cubana o La Fura dels Baus suscitaban por entonces polémica: en plena Transición, la cultura abandonaba sus santuarios tradicionales para tomar literalmente la calle.
Tres décadas después nos preguntamos qué fue de aquellos enconados debates culturales que tenían en vilo a los barceloneses. ¿Cómo se ha llegado hasta aquí? ¿Por qué tenemos la sensación de que la cultura barcelonesa se desenvuelve ahora en la intimidad mientras son los representantes políticos quienes dan espectáculo en los balcones?
Tal vez la polémica más sonada fue la del calcetín diseñado por Antoni Tàpies que nunca llegó a instalarse en el Saló Oval del MNAC. Ante la oposición de los sectores más conservadores de la cultura y la opinión pública, la prenda harapienta recaló al final en la Fundació Tàpies y el anacrónico espacio Oval, huérfano de un elemento de ruptura que le diera sentido, derivó en un salón de bodas y bautizos.
Pero ha habido más. Desde la escándalo que causó la exposición de unas impactantes fotografías de Robert Mapplethorpe hasta el Don Giovanni que orinaba vestido del Barça en el escenario del Liceu, pasando por los debates sobre qué hacer con el Born o sobre si los escritores catalanes que escriben en castellano debían acudir o no a la feria de Frankfurt.
Pese a que se ha repetido hasta la saciedad que las crisis económicas estimulan la creatividad, la que aún soportamos, curiosamente, parece haber ralentizado el pulso cultural de la ciudad. Algo tiene que ver la menor predisposición al riesgo de las instituciones. Por ejemplo, el Liceu, lastrado por sus deudas, programa pocos espectáculos transgresores: es más taquillero apostar por los montajes clásicos.
Pero lo que puede haber sido determinante en esta sensación de letargo de la alta cultura –hay una creatividad de base que acabará fructificando– es el estado de indefinición en el que está sumida Barcelona como consecuencia de al menos dos factores: un proceso soberanista que la quiere trabajando activamente para su causa y que le pide que posponga la reflexión sobre cuál debe ser su lugar en el mundo. Y, en segundo lugar, el declive de un partido, el PSC, que en su día convirtió la cultura en eje de su proyecto metropolitano.
Ni en los debates ni en las conferencias de los candidatos del 27-S se ha hablado ni un minuto de cultura, y eso que no faltan motivos para que se generen saludables polémicas como las que antes enfrentaban a conservadores y progresistas de lo cultural: Barcelona es hoy la capital del teatro catalán, mientras que Girona, por méritos propios, lo es del internacional; ni en ópera ni en grandes exposiciones se compite ya con Madrid; el proyecto de ciudad literaria se deja por el camino el archivo de la desaparecida Carmen Balcells, que recalará en su totalidad en la capital...
Y lo peor de todo: a nadie parece importarle que así sea.
Ausentes del debate electoral, Barcelona y su cultura ya no generan ni polémicas