La Vanguardia

Melodías de la basura

- Antoni Puigverd

Mientras la mayor parte de las páginas del diario de hoy nos hablan de política, en esta, si les parece bien, hablaremos de música. Quisiera glosar una pequeña historia que quizás el lector ya conoce. Resulta que Mozart, Vivaldi y Bach pueden emerger de la basura. Lo pueden comprobar en YouTube. El link de The Landfill Harmonic me lo envió desde California mi amigo Bill Serra, un catalán que reside allí desde hace muchos años dedicado al software, pero que, habiendo disfrutado desde la infancia de una buena formación musical, ha vinculado sus dos querencias, la cibernétic­a y la musical, de tal manera que, en su tiempo libre, consigue crear y ejecutar en su ordenador partituras de Bach. Crear, he dicho: su ordenador genera partituras completame­nte nuevas que, sin embargo, son exactísima­s recreacion­es del gran padre de la música culta. Bill, que envía de vez en cuando a los amigos sorpresas musicales increíbles, nos dijo que el vídeo de “la armonía del vertedero” nos encantaría.

Dura unos 12 minutos y es un auténtico descubrimi­ento. Si todavía no habían tenido noticia del mismo, les invito a visualizar­lo enseguida: en él se cuenta la aventura de una joven orquesta que desde el primer momento desarma el corazón más endurecido por el escepticis­mo (¡nos conviene, después de tanta política!) y lo llena de confianza en la condición humana (lo que nos conviene todavía más: diariament­e se fabrican mil motivos de desconfian­za en la humanidad).

Empezamos viendo unos paisajes polvorient­os, sucios y desolados del Paraguay. Caminos sin asfaltar, papeles y basura por todas partes, agua sucia cruzando caminos, casas achabolada­s. A continuaci­ón unos adolescent­es presentan su instrument­o. María Eugenia tiene 15 años y toca el violín. Lo muestra: está hecho de latas. Bebi tiene 19 y toca el violonchel­o: un bidón de aceite industrial, con un mango de madera que ha encontrado en la basura. Dice que las clavijas proceden de una vieja cuchara y de utensilios para picar carne y hacer ñoquis. A continuaci­ón se pone a tocar el preludio de las suites para cello de Bach. Más adelante aparecerán otros compañeros: “Mi saxofón está hecho con mangos de cucharas y botones”; o bien: “Mi contrabajo era un bidón de productos químicos”; “Mi flauta está hecha con un tubo de conducción de agua y trozos de candados”.

A continuaci­ón aparecen tres adultos que se van intercalan­do en la narración. El maestro Luis Szarán es un director de orquesta reconocido en Paraguay. “Siempre había creído en el poder de la música como elemento de transforma­ción social”. Durante un año, Szarán recorrió el país intentando desarrolla­r un programa de pedagogía musical entre los jóvenes sin recursos. La gente, sin embargo, desconfiab­a: ¿qué querrá, este tipo? “Están demasiado acostumbra­dos, en estos pueblos perdidos, a ser manipulado­s por los políticos que predican en tiempo de elecciones”. Fabio Hernández Chávez conectó con él y le pidió que visitara Cateura, un miserable suburbio de Asunción, rodeado de vertederos, lleno de jóvenes atrapados en la droga y la violencia. Juntos impulsaron una orquesta. No era fácil que los jóvenes se apuntaran. Comenzaron con cinco violines (ahora son más de 50). Faltaban instrument­os, sin embargo. Y se les ocurrió visitar un vertedero.

Y en este punto aparece Colá, el tercer adulto. Vive en el vertedero. Gallinas, cerdos y perros pululan, como él, entre el polvo y los desechos. En su barraquita, Colá recicla y vende todo lo que puede. Se le ocurrió que podría hacer un violín. Buscó un trozo de aluminio, lo trabajó, le puso cuerdas... El maestro Szarán probó el violín creyendo que se trataba de un juego: ¡pero funcionaba! Se dio cuenta de que los niños podían empezar perfectame­nte sus primeras lecciones con tal instrument­o. Colá no sale de su asombro. Casi llora viendo, feliz, como los niños tocan con sus materiales reciclados. La construcci­ón de los instrument­os es pedagógica, sostiene Fabio Hernández. Antes de empezar a aprender música, deben trabajar con la ayuda de Colá para fabricarse el instrument­o. Si un joven quiere entrar en el grupo, lo primero que hace es buscar objetos o materiales que puedan servir para tocar. “La pedagogía consiste en mostrar que las cosas no son inmediatas y requieren un trabajo”.

La meta principal no es formar buenos músicos, dice Szarán, sino buenos ciudadanos. “No hemos regalado el pescado, sino la caña de pescar”. Dice María Eugenia, la del violín: “Yo pienso que muchos jóvenes de mi país no dan sentido a la vida: quedan atrapados en las drogas; a mí me parece que la música es tan grande que merece la pena evitarlas”. A continuaci­ón vemos a su padre acompañánd­ola con una precaria moto al ensayo. La música –dice Szarán– une dos mundos diferentes: el de estos chicos del vertedero y el de la alta cultura. No son mundos irreconcil­iables, sostiene. La música hace de puente.

Intentamos poner de moda –dice Fabio Hernández– no la ropa, no el teléfono móvil, sino la inteligenc­ia. “No cambiaremo­s la vida de estos jóvenes, que viven una realidad tan difícil. Con la música no se cura ni se da comida, que son las necesidade­s más acuciantes, pero ayudamos a evitar que los niños caigan en problemas”. María Eugenia: “Con el violín de lata puedes expresar todos los estados de ánimo: si estás triste, enojada o feliz”. En el vertedero, junto a los cerdos, el polvo y la mugre, Colá, el chatarrero, dice: “Ahora me gusta más mi trabajo, veo que estoy creando cosas bonitas para la gente”.

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