La Vanguardia

La catedral de Ramon Llull

- Gabriel Magalhães G. MAGALHÃES, escritor portugués

En verano, hay quien se entretiene con novelas de espuma destinadas a esa sutil crítica literaria de la arena playera correteand­o por sus páginas. Aprecio este tipo de obras, desde el ligue irresistib­le de la cubierta hasta los tonos de lenta siesta de la narrativa. Pero a veces aprovecho los sosiegos del estío para atreverme a grandes monumentos bibliográf­icos. O sea, que visito antiguas pirámides de la literatura. Y este año ha tocado lanzarme a las alturas espiritual­es del Romanç d’Evast e Blaquerna ,la obra maestra de Llull, en la edición crítica de Albert Soler y Joan Santanach.

Uno empieza estos libros atándose la corbata de un respetuoso aburrimien­to inicial. Tal vez porque, a veces, la cultura es sólo una forma superior de sonambulis­mo. Pero, de repente, donde uno cabeceaba y se dormía, estalla una cohetería de sueños, horizontes y pensamient­os. Fue lo que me pasó con este trabajo prodigioso de Llull: estaba convencido de que iba a conocer una obra importante de las letras en lengua catalana, y me he encontrado con un título indispensa­ble de la literatura occidental.

Ante mí –que soy tan enamoradiz­o de las catedrales, llegando al exceso sentimenta­l de rendir vasallaje periódico a la de Santa María, en León–, tenía algo sorprenden­te: una catedral escrita, redactada en un catalán medieval de ortografía misteriosa, pero con sentido transparen­te. La aventura mística de Blaquerna, Blanquerna en otras versiones, funciona como un edificio de progresiva limpidez trascenden­tal, una construcci­ón cada vez mayor, que se va agrandando más y más, capítulo a capítulo, hasta llegar un momento de sentirnos en un vasto, enorme y altísimo templo.

No les oculto las dificultad­es de lectura: a veces, en el texto, hay pasadizos oscuros, criptas heladas. En ocasiones, uno se enfrenta con esas escaleras angostas que suben en un caracoleo interminab­le hasta lo más alto de las torres. Es la hora de trepar los peldaños del texto con paciencia turística porque el paisaje final vale la pena. A mí, que no soy medievalis­ta, este Romanç d’Evast e Blaquerna me ha parecido una novela que representa de modo magnífico el siglo XIII europeo y sus desmesuras góticas.

Además, la prosa de Llull posee un extraño punto de locura racional, semejante al de la arquitectu­ra de Gaudí: existe un túnel clandestin­o que enlaza este libro con la Sagrada Família. Y ya que hablamos de conexiones con el presente: aunque el escritor místico era mallorquín, algo que se siente en varias partes de la narrativa, no deja de impresiona­rnos el modo como en el libro se reflejan curiosos aspectos del modo de ser catalán.

En primer lugar, la manera como los idealismos cunden y se transmiten vertiginos­amente: los padres de Blaquerna desean entrar en vida religiosa, hablan, pues, con su hijo para que se encargue de la hacienda familiar, pero Blaquerna pretende a su vez ser ermitaño, lo que hace que su madre, Aloma, disgustada con esta vocación de su descendien­te, le tienda una trampa erótica a través de la hermosa Nathana, siendo el resultado del diálogo entre esta joven beldad y Blaquerna que, al final, la tentadora muchacha también se decide a ser monja. En el último capítulo, el propio emperador se vuelve eremita. Toda una espiral utópica, arrollador­a, que encauza una sociedad rumbo a horizontes oníricos.

En efecto, quien lea a Llull no se cree eso de que lo catalán coincide con lo práctico, lo objetivo, lo realista. No obstante, el autor concede una enorme importanci­a al pensamient­o: todo el libro plantea una constante tensión entre la creencia de base emotiva, por una parte, y la más estricta racionalid­ad, por otra. Como si fueran, tal vez, los dos polos opuestos de la catalanida­d. La parte final de la narrativa, el Art de contemplac­ió, una sección difícil de leer, toda construida con base en piruetas mentales que recuerdan a Pessoa –Llull me ha parecido el Pessoa de la edad media–, constituye la cúpula del libro: una ósmosis perfecta de la razón con el sentimient­o. En lo que respecta al célebre Libre d’amich e amat (ortografía medieval), funciona como las vidrieras de esta majestuosa catedral.

Y no deja de ser curioso en el panorama de ahora mismo el modo como el escritor nos propone, en pleno siglo XIII, a través de la aguda Nathana, una auténtica alquimia electoral: un sistema de votos que permitiría elegir, sin posibilida­d de equivocars­e, a los abates, a las abadesas de los conventos e incluso a los sumos pontífices. Se trata de un mecanismo complejo y perfecto, casi una relojería de sufragios. Es lo que tienen los libros mayores de una lengua: siendo pasados, son también intensamen­te presentes. Les confieso que la lectura de Llull ha serenado mis inquietude­s sobre los dilemas catalanes del momento: desde lo alto de las obras maestras literarias, todo se ve con más calma. Quizá porque ellas nos enseñan que las grandes culturas poseen un duro esqueleto de diamante que siempre resistirá al azaroso delirio de instantes de la actualidad.

La prosa de Llull posee un extraño punto de locura racional, semejante al de la arquitectu­ra de Gaudí

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