La catedral de Ramon Llull
En verano, hay quien se entretiene con novelas de espuma destinadas a esa sutil crítica literaria de la arena playera correteando por sus páginas. Aprecio este tipo de obras, desde el ligue irresistible de la cubierta hasta los tonos de lenta siesta de la narrativa. Pero a veces aprovecho los sosiegos del estío para atreverme a grandes monumentos bibliográficos. O sea, que visito antiguas pirámides de la literatura. Y este año ha tocado lanzarme a las alturas espirituales del Romanç d’Evast e Blaquerna ,la obra maestra de Llull, en la edición crítica de Albert Soler y Joan Santanach.
Uno empieza estos libros atándose la corbata de un respetuoso aburrimiento inicial. Tal vez porque, a veces, la cultura es sólo una forma superior de sonambulismo. Pero, de repente, donde uno cabeceaba y se dormía, estalla una cohetería de sueños, horizontes y pensamientos. Fue lo que me pasó con este trabajo prodigioso de Llull: estaba convencido de que iba a conocer una obra importante de las letras en lengua catalana, y me he encontrado con un título indispensable de la literatura occidental.
Ante mí –que soy tan enamoradizo de las catedrales, llegando al exceso sentimental de rendir vasallaje periódico a la de Santa María, en León–, tenía algo sorprendente: una catedral escrita, redactada en un catalán medieval de ortografía misteriosa, pero con sentido transparente. La aventura mística de Blaquerna, Blanquerna en otras versiones, funciona como un edificio de progresiva limpidez trascendental, una construcción cada vez mayor, que se va agrandando más y más, capítulo a capítulo, hasta llegar un momento de sentirnos en un vasto, enorme y altísimo templo.
No les oculto las dificultades de lectura: a veces, en el texto, hay pasadizos oscuros, criptas heladas. En ocasiones, uno se enfrenta con esas escaleras angostas que suben en un caracoleo interminable hasta lo más alto de las torres. Es la hora de trepar los peldaños del texto con paciencia turística porque el paisaje final vale la pena. A mí, que no soy medievalista, este Romanç d’Evast e Blaquerna me ha parecido una novela que representa de modo magnífico el siglo XIII europeo y sus desmesuras góticas.
Además, la prosa de Llull posee un extraño punto de locura racional, semejante al de la arquitectura de Gaudí: existe un túnel clandestino que enlaza este libro con la Sagrada Família. Y ya que hablamos de conexiones con el presente: aunque el escritor místico era mallorquín, algo que se siente en varias partes de la narrativa, no deja de impresionarnos el modo como en el libro se reflejan curiosos aspectos del modo de ser catalán.
En primer lugar, la manera como los idealismos cunden y se transmiten vertiginosamente: los padres de Blaquerna desean entrar en vida religiosa, hablan, pues, con su hijo para que se encargue de la hacienda familiar, pero Blaquerna pretende a su vez ser ermitaño, lo que hace que su madre, Aloma, disgustada con esta vocación de su descendiente, le tienda una trampa erótica a través de la hermosa Nathana, siendo el resultado del diálogo entre esta joven beldad y Blaquerna que, al final, la tentadora muchacha también se decide a ser monja. En el último capítulo, el propio emperador se vuelve eremita. Toda una espiral utópica, arrolladora, que encauza una sociedad rumbo a horizontes oníricos.
En efecto, quien lea a Llull no se cree eso de que lo catalán coincide con lo práctico, lo objetivo, lo realista. No obstante, el autor concede una enorme importancia al pensamiento: todo el libro plantea una constante tensión entre la creencia de base emotiva, por una parte, y la más estricta racionalidad, por otra. Como si fueran, tal vez, los dos polos opuestos de la catalanidad. La parte final de la narrativa, el Art de contemplació, una sección difícil de leer, toda construida con base en piruetas mentales que recuerdan a Pessoa –Llull me ha parecido el Pessoa de la edad media–, constituye la cúpula del libro: una ósmosis perfecta de la razón con el sentimiento. En lo que respecta al célebre Libre d’amich e amat (ortografía medieval), funciona como las vidrieras de esta majestuosa catedral.
Y no deja de ser curioso en el panorama de ahora mismo el modo como el escritor nos propone, en pleno siglo XIII, a través de la aguda Nathana, una auténtica alquimia electoral: un sistema de votos que permitiría elegir, sin posibilidad de equivocarse, a los abates, a las abadesas de los conventos e incluso a los sumos pontífices. Se trata de un mecanismo complejo y perfecto, casi una relojería de sufragios. Es lo que tienen los libros mayores de una lengua: siendo pasados, son también intensamente presentes. Les confieso que la lectura de Llull ha serenado mis inquietudes sobre los dilemas catalanes del momento: desde lo alto de las obras maestras literarias, todo se ve con más calma. Quizá porque ellas nos enseñan que las grandes culturas poseen un duro esqueleto de diamante que siempre resistirá al azaroso delirio de instantes de la actualidad.
La prosa de Llull posee un extraño punto de locura racional, semejante al de la arquitectura de Gaudí