Clara, sencilla y equivocada
La elección de Jeremy Corbyn como cabeza visible del Partido Laborista ha sido acogida con abierta hostilidad por parte de un establishment económico que sabe disimular su desagrado tras unas formas correctísimas. El episodio encierra útiles lecciones para nosotros.
Las propuestas económicas del señor Corbyn han sido objeto de una crítica tan despiadada como –a mi entender– certera: nacionalizaciones, emisiones de moneda para financiar proyectos sociales, abolición de tasas universitarias, control de alquileres… No hay que enzarzarse en discusiones estériles para concluir que son esas medidas propias quizá de otro tiempo, pero irrealizables en la Gran Bretaña de hoy: aunque pudieran ser benéficas, su aplicación tropezaría con tales obstáculos que el remedio acabaría por ser peor que la enfermedad. Pero, si esto es así, ¿por qué ha ganado el señor Corbyn la elección? Dos razones: una, que el censo de votantes potenciales, algo más de medio millón, era casi tres veces superior al número de militantes inscritos en elecciones anteriores: hay que suponer, pues, que el resultado se ha visto muy influido por la participación de gran número de votantes primerizos, que debían de pensar que cualquier promesa electoral es factible; que no debían de saber que no basta con querer para poder; que no debían de haber oído la conocida frase de Mencken: “Todo problema complejo tiene una solución clara, sencilla y equivocada”. Otra razón es que el señor Corbyn parece encarnar, frente al desenfrenado pragmatismo de la era Blair, los viejos principios del laborismo: la lucha contra los privilegios y la defensa de los humildes. A juzgar por mucho de lo que uno ha oído aquí durante la reciente campaña electoral, se podría pensar que esa combinación de soluciones inteligibles y principios altruistas debería ser la marca de todo verdadero político. Según eso, la victoria del señor Corbyn sería natural; las críticas de sus detractores, fruto del despecho.
Y, sin embargo, hay que admitir que eso no es así. Las buenas intenciones no bastan: para hacer buena política hacen falta unos sólidos principios, sí, y también un conocimiento exacto de la realidad, del que el señor Corbyn –entre otros– parece carecer por completo. Cuando eso es así, el prejuicio suele ocupar el lugar que correspondería al conocimiento, y buenos principios se traducen en malas propuestas. Así, querer que todos puedan contar con una sanidad decente es un buen principio, pero exigir que la sanidad sea pública (o privada) es el resultado de un prejuicio; querer un trabajo digno para todos es un excelente principio, pero proponer la nacionalización de la industria es el resultado de un prejuicio; desear ser oído en los asuntos que a uno le afectan es un buen principio, pero proponer la independencia como única solución posible... el lector puede completar la frase.
Como diría uno cualquiera de nuestros políticos castizos, el señor Corbyn ha abierto no uno, sino varios melones en su campaña, y hay que reconocerle ese mérito. Sus soluciones no serán tales, o estarán pasadas de moda, pero no ocurre lo mismo con los problemas: empleo, sanidad, educación, vivienda… Todos ellos reales, complejos, para los que debe existir una solución correcta e inteligible para los ciudadanos. Pero no sencilla: desconfiemos de las propuestas sencillas, porque no pueden ser correctas; se trata de problemas que no pueden ser analizados, menos aún resueltos, en el espacio de un titular. Seamos, pues, pacientes con nuestros políticos, que saben, o deberían saber, que se enfrentan a asuntos de difícil y laboriosa solución.
Pacientes no quiere decir indulgentes. Agucemos la vista y el oído, en el curso de este inacabable periodo electoral, para tratar de discernir en palabras, gestos y escritos esa combinación de principios y conocimiento –esa prudencia en el verdadero sentido del término– que nuestro mundo necesita, hoy más que en épocas más tranquilas. Tomemos la tarea en serio y procuremos elegir bien, porque una mala elección tiene consecuencias. En el pasado, aquí y fuera de aquí, hemos tenido de todo: unos sabían muy bien cómo estaban las cosas, pero carecían de principios; otros tenían principios pero estaban en otro mundo; otros –por aquí hemos tenido alguno– no tenían ni una cosa ni otra. Todos ellos están donde corresponde, en la papelera de la historia; allí les ha situado su irrelevancia, pero sus obras –¡ay!– les sobreviven.